Para mis amigos mexicanos
Como la inofensiva tarántula, que no inventó la tarantela ni se espera que lo haga, la mantis es un bicho muy malo, que ni pica ni muerde ni pega con palo. Pertenece a la familia de las cucarachas, aunque por su aspecto no lo parece, pues mientras estas son de una fealdad vil y asquerosa y además huelen mal, las mantis son insectos de gran belleza, sobre todo las verdes y las que parecen orquídeas blancas, que abundan en Tailandia y se confunden con flores. También están relacionadas, si bien con algún debate entre los entomólogos, con las feas e insustanciales termitas, pero no entraremos en polémicas, que en el caso de los insectos tienden a ser estériles y a producir jaqueca.
Las mantis suelen ser de color verde esmeralda a fin de mimetizarse con el entorno vegetal para engañar a sus presas, pero yo hablaré de una negra que me regalaron en el día de Halloween. No era realmente un bicho, sino una vulgar pieza de adorno de las que suelen encontrarse en las tiendas de artículos de joyería y bisutería frecuentadas por tribus urbanas góticas de clase media. Moldeada con resina y bañada de metal oscuro y brillante, estaba adornada con algunos detalles de color rubí, entre ellos los misteriosos ojos diabólicos que parecen tener pupila. Esto la hacía resaltar sobre cualquier prenda negra; en mi caso, un top muy ajustado de terciopelo con mangas de tul transparentes como alas membranosas, que solía llevar en nuestras fiestas.
Cuando me presenté de esta guisa en la reunión que nuestra amiga Dafne había organizado en plan dark antes de salir a dispersarnos por las calles para unirnos al río de gente que celebraba la Noche de Brujas, se me acercó algo que yo tomé por una increíble epifanía que emanaba de aquella celebración de la muerte y las criaturas del más allá. Era mi amiga mexicana Lupe Juárez, ataviada con un lindo vestido gótico con corsé escarlata. Ella se puso a admirar enseguida a la mantis de baratija que pendía de mi cuello entre cadenillas de collar y unas cuentas de rosario negras escamoteadas del joyero de mi abuela.
—Bonito adorno —dijo Lupe tomando la mantis negra que adornaba mi escote entre sus dedos pálidos, que parecían de hueso mondo y pulido o canutillos de canela blanca,
Creí percibir en el tono de su voz cierta ironía, como una amable burla de mi joya, que, lo confieso, me molestó un poco.
—Vaya, parece que no te tomas en serio a mi insecto siniestro, con la ilusión que le ha hecho regalármelo a mi pretendiente infernal, que está por ahí bebiendo una copa de absenta —me refería a mi primo Vladimir, que en realidad se llamaba Rafael y lucía un disfraz de joven vampiro un poco chuleta, con colmillos postizos muy logrados.
—Oh, no, no es que no me lo tome en serio —protestó mi amiga—, es una mantis muy primorosa, pero me hace gracia que los insectos que lleváis esta noche las chicas españolas de la facultad, y ya he visto a unas cuantas, sean de plástico, materia vil donde las haya, de resina pintada o de lo que quiera que esté hecha esta ilusoria bicheja. ¡Menudas góticas estáis hechas!
—¡Qué cosas tienes, Lupe!, pero te doy la razón —contraataqué—, más auténticas son las calaveritas de azúcar de colorines que se estilan en tu país para honrar a los Difuntos que estos engañosos adornos, en definitiva, pueriles y de mal gusto, como las calaveras de calabaza o las cruces satánicas boca abajo que lleva el grupito de mi hermana.
*** *** ***
Lupe Juárez falleció a los pocos años, de vuelta a México tras terminar sus estudios de doctorado. Un desdichado accidente de tráfico segó su joven vida rebosante de lozanía y belleza. Algún tiempo después estuve de visita cultural en su ciudad yucatana de Mérida, donde debía dar una conferencia por encargo póstumo suyo en la Casa de las Artes, que no se canceló por respeto a su persona.
Deambulando por el casco antiguo para despejar mi mente, me pareció ver entre el gentío a una persona muy querida, cuyo nombre tuve en la punta de la lengua un buen rato hasta que recordé o creí recordar, justamente cuando ella se estaba acercando a mí con paso decidido y rostro risueño. ¡Era Lupe Juárez! Pero ¿no estaba muerta?
—Estar en este mundo o en el otro es cosa de los parpadeos de la imaginación, amor —dijo cogiéndome cariñosa del brazo—. Ya soy tu Lupe y vengo del Mictlán a hacerte un regalito que solo encontrarás en esta parte de la ciudad maya. ¿Me lo aceptarás? Es un makesh que vi estos días en un puestito y me recordó a la mantis artificiosa que llevabas aquel día en tu disfraz de de la Noche de Difuntos, ¿recuerdas?
—Hace ya mucho tiempo, pero sí lo recuerdo. ¿Qué es un maquech? —pregunté sumergiéndome fascinada en los ojos de obsidiana de mi amiga muerta.
—Ya lo verás, no te me impacientes, carajo. Seguramente no sabes que en algunos mercadillos de Yukatán aún pueden adquirirse escarabajos joya, con su cadenita y sus gemas, que la gente lleva prendidos en la blusa o como colgantes. ¡Y están vivos, hermana, no te lo pierdas!
Me llevó en efecto a un mercado nativo maya, donde podían degustarse toda clase de insectos, como los deliciosos gusanos del maguey o los chapulines. Uno de los puestos, el más recóndito, tenía una pequeña zona atendida por una joven nativa, en la que se vendían insectos efectivamente vivos, no para comer sino de adorno, con diminutas piedrecitas de colores adornando sus caparazones y una pequeña cadena para llevarlos prendidos en la ropa a modo de broches.
El maquech resultó provenir de la leyenda de una princesa enamorada de un guerrero odiado por su padre, que lo convirtió en escarabajo. Ella lo llevó siempre vivo como broche con piedrecitas o colgado del cuello. Me dio un poco de repelús cuando Lupe compró uno bastante grande y me lo colocó en el pecho, con las garritas del bicho enganchadas en la blusa, pero el efecto era maravilloso y pronto me invadió la magia del regalo de mi difunta amiga, que, efectivamente, no era un insecto artificial sino un auténtico ser viviente y además aureolado por una historia de amor.