Pasé bajo las tres grandes letras pensando en la incongruencia: Machistas Anónimos. Un rótulo de más de un metro de altura, en el cruce de la avenida Valle Inclán con el paseo de Rosalía de Castro. ¿Dónde estará el anonimato?
«Hoy tenemos un nuevo compañero entre nosotros». Dijo el maestro de ceremonias. Me levanté de mi asiento y en voz alta, tal como me habían indicado, casi grité: «Hola, me llamo Raúl, y soy machista». «Hola, Raúl». Contestó un coro de variopintas voces, con un tono casi se diría que culpable. Volvía a pensar: «¿Qué coño significará anónimo para esta gente?».
Pusieron un vídeo de una señora, una tal Noacertarás. Hablaba de un artículo del Ratoncito Pérez. La casualidad quiso que el día anterior, yo, hubiera leído el texto en una revista, y, verdaderamente, o bien soy tonto, o el idioma me confunde, porque no acerté a hilvanar las ideas con la intención interpretativa de aquella insigne mujer. Me parecía un discurso torpe, poco digno de alguien inteligente, en el que mezclaba churras, merinas y alguna otra raza que no distinguí con claridad. Había visto históricos contubernios de género y desfases de cuotas, donde yo sólo capté justamente la explicación contraria… Se ve que era muy metafórico y no supe apreciar la elíptica, o el paraboloide, ¡burro de mí!
Como era el nuevo, me preguntaron mi opinión, y sincerándome, como requería el momento, expresé mis dudas. Unos me miraron con odio, otros con condescendencia, tres o cuatro rieron burlones. Deduje que ninguno de los presentes había leído el original. Pero ¡qué más da! Si ya estaba clara la interpretación justa y necesaria. Asentí ante las correcciones, puntualizaciones y caricaturizaciones. Cariacontecido, volví a sentarme.
Se sucedieron varios oradores que comentaban situaciones absurdas de sus vidas cotidianas.
Uno estaba indignado por haber oído una expresión malsonante en un bar. Al parecer un cliente se había dirigido a la camarera con la superioridad descerebrada del sexo masculino: «Ponme un café». ¡Qué horror! ¡Oooh!
Otro contó que en un momento de debilidad moral se sorprendió a sí mismo observando el trasero de una chica que paseaba sus ceñidos leggins, confiada, por la calle Valle del Silencio. «¡Uuuh!». Abucheó la sala. Arrepentido ante tal falta, pidió perdón a las diosas, y, a modo de penitencia, canceló su suscripción a LaLigaPlus. «¡Plas, plas, plas!». Aplaudieron, palmeros, todos, acompasadamente.
Después de hora y media de chorradas similares me sentía fatal. Un nudo en el estómago me enseñaba mi verdadero interior, pecador de todos aquellos agravios a los que sometía a mis conciudadanas contragéneres, sin saberlo, anónimamente. Ahora comprendía el término. Todo cobraba sentido.
Salí de allí avergonzado, con la mirada clavada en el suelo, para no recaer en el mal de la tentación ocular. Cruzaron ante mis ojos diez dedos enjaulados en correas de cuero, dos talones sobre tacones puntiagudos, soportes, cimientos de columnas pantorrillas, pares de gemelos tensos bajo rodillas flexibles que articulaban el rítmico caminar de unos muslos de mármol que se perdían en el límite del encuadre, entre brumas, sombras y desenfoques. Me desmayé.
Al despertar, unas semiesferas se balanceaban ante mis dilatadas pupilas, con ese temblor firme tan apreciado por los clásicos. A la vez, unos labios preocupados por mi salud, se entreabrían suaves, mostraban y ocultaban marfil y carne de lengua, española, cervantina, elegante y poética. Roja. Con voz balbuceante y anónima acerté a decir: «Hola, me llamo Raúl, y soy machista».