En la misma semana he asistido a dos bodas, una perversa conjunción cósmica que me ha dejado en la ruina. No es por venganza, pero los cuatro recién casados deberían estar a punto de divorciarse.
Si se cumpliera mi deseo, apenas marchito el ramo de las novias, los contrayentes se repartirían, sin despecho ni rencor, bienes, regalos y el dinero recolectado. Sería un oportuno que te vaya bonito que evitaría muchos disgustos futuros. Además, hay otras ventajas en la recuperación de la soltería: estimula la sociabilidad, anima a la búsqueda del verdadero amor y, en consecuencia, se practica bastante ejercicio porque el cortejo implica citas y paseos por el parque. Mejora la silueta una barbaridad. El ojeo de la pareja adecuada es una actividad excitante, y no tiene fin porque siempre hay aspirantes al amor, no importa la edad, oficio o condición física.
¡Ah, pero la naturaleza del amor es esquiva! Y por esa misma razón, tan deseable; mientras que el matrimonio con su promesa de contrato indefinido, convierte el amor en un vínculo paradójico y desafiante. Como si dijera: a ver si consigues atraparme ahora que ya me tienes.
Estas y otras bobadas circulaban por mi cabeza hace unos días, cuando asistí a la primera boda, en Berlín. Contemplaba las cabriolas de los novios con desconfianza, como si se tratara de una boda de pega, de actores que estuvieran protagonizando un anuncio de vaya usted a saber qué, quizás de trajes fabricados en un taller de chinos a un precio inmejorable.
El pálpito de que aquello no podía acabar bien, me sobrevino durante el interminable rito fotográfico en los jardines públicos de Charlottenburg. Me hallaba con la espalda pegada al tronco de un castaño enorme, en perfecto estado de aburrimiento, cuando se me ocurrió preguntarme el porqué del repentino matrimonio de mi amiga.
Allí estaba ella, frente al estanque, alta, morena teñida para disimular su pelo rubio platino natural -por el que muchas matarían- abrazada a su marido, bajito y rechoncho, de piel cetrina y pelo ondulado negro azabache, media melena al viento. Una estampa poderosa que evocaba la amorosa madre protegiendo a su niño vestido de gala.
Mi intuición no erró. El matrimonio celebrado en Berlín, era un prodigio de coincidencias y pasmosas afinidades: los dos son ingenieros especializados en robótica e inteligencia artificial, creen en la reencarnación y practican con asiduidad las regresiones a sus otras vidas, de las que hablan con naturalidad, como si se tratara de un viaje de vacaciones.
Mi amiga es suiza, de Zurich, y afirma que en su vida anterior fue una emperatriz turca: Teodora, la bizantina. En cambio, su esposo es un turco nacido en Mileto, el pueblo del filósofo Tales; se siente muy orgullosos de ser su paisano, sin embargo dice que la patria de su corazón es Suiza. Renegar de su origen no le impidió explicar a todos los invitados una anécdota que él atribuía a Tales. He de decir que la he escuchado antes referida a Churchill. Qué más da. El chiste es bueno.
Un adúltero le preguntó a Tales si podría jurar que no había cometido adulterio en su vida. La respuesta del filósofo fue la siguiente: ¿No te parece peor el perjurio que el adulterio?
El esposo es un tipo simpático, un políglota asombroso que se desenvuelve sin casi acento en ocho lenguas. Como digo, no tiene tantas ínfulas como su esposa. Me dijo que en su otra vida fue un relojero del cantón de Vaud, el primero de la dinastía Tissot. Miré su muñeca con disimulo y, efectivamente, lucía un reloj de dicha marca. ¿Cómo lo sabes? ¿Qué pruebas tienes de que eso que dices sea cierto?
Sus ojos brillaron como dos teas ardientes, se acercó hasta casi tocarme la frente con la suya. Desde luego, mi duda le había ofendido.
— ¿Qué cómo sé que fui un relojero suizo?
— Sí, eso mismo te pregunto.
— Pues porque me vi a mi mismo insertando un cristal en el bisel de un reloj. Era el año 1637, según el calendario y nevaba. ¿Quieres más pruebas?
No me atreví a replicarle. Mi amiga se acercó y al saber que charlábamos de la última regresión de su marido quiso explicarme también los pormenores de su vida imperial y remota, pero ya no me quedaban fuerzas para escucharla. Me disculpé con la excusa de ir al baño. Temblaba de desasosiego porque barruntaba la proximidad de una catástrofe marital.
El matrimonio entre la emperatriz bizantina y el relojero suizo es una nefasta decisión, si lo sabré yo, que mucho antes que ella fui la esposa de ese zoquete, un relojero patoso que jamás fabricó un reloj que no atrasara varios minutos al día.