Hace mucho tiempo, quizás demasiado, que no veo al hijo de Lucía en el balcón, tampoco a ella, cuando la tarde desde su bulevar poniente derrama amarillos, naranjas y algún púrpura.
Un silencio agobiante ha inundado el patio de vecinos, solo el ruido destemplado y sin alma de una obra cercana rompe la monotonía de unos días bochornosos, en los que el verano asoma atemorizado por esta pandemia que no cesa y que juega con nosotros de forma macabra.
Observo las puertas y las persianas cerradas; puede que la ausencia sea definitiva.
De pronto, caigo en la cuenta de que es la segunda vez que desaparece, pero ahora tal vez sea para siempre y temo que no haya otra media vida para encontrarla.
Anoche, mientras miraba su balcón, ya sin abrazos ni boleros, recordé una frase que escuché en la película 2046 en la que un escritor, que creía escribir sobre el futuro, en realidad estaba describiendo el pasado. Todos los que marchan hacia 2046 —el futuro—comparten el mismo objetivo; quieren recuperar la memoria perdida. «Todos los recuerdos son surcos de lágrimas», esta fue una frase que me cautivó en ese film.
Su director, Wong Kar-wai nos hace reflexionar, con una puesta en escena de belleza desbordante y arrolladora, que el viaje de la vida nos lleva al lugar donde los recuerdos permanecen inmutables, esclavizándonos emocionalmente muchas veces, mientras nuestro cuerpo se consume y ya nunca encontraremos el amor que pudo haber sido.