Mientras vuelo a Berlín con un disfraz, una máscara y un mechón postizo en mi maleta, me gustaría contarte mi experiencia con este tipo de actos. Sí, yo también sufrí esta maquiavélica tradición navideña, hasta el año pasado.
Tengo una clienta, una mujer tremendamente sexi, pero con una mirada glacial que descompone al más valiente, que se empeñaba en invitarme, año tras año, a este fastidioso acto teatral. Sin embargo, por más que me fastidiara, no podía negarme a ir. Ella era, y es, mi principal fuente de ingresos. Dirige una empresa multinacional especializada en artículos, digamos que, algo controvertidos. Por esta razón, necesita una lista variada de agentes que solucionen sus problemas de una forma limpia, rápida y efectiva. Ellos, como yo, mantienen su anonimato por razones obvias, pero ni siquiera esto era un impedimento para acudir. El protocolo exigía que todos los invitados debíamos de asistir disfrazados, con máscaras y pelucas, al más puro estilo del carnaval de Venecia. Según mi clienta, estas reuniones fomentaban la unión entre compañeros y aumentaban nuestra técnica en la caza, el modo de operar de uno podía servir a otro y viceversa. Sin duda no conocía mi oficio. De ser así, hubiera sabido que yo jamás ofrezco consejos gratuitos, a excepción de los que te brindo en estos artículos, y no necesito que nadie me diga cómo debo hacer mi trabajo.
Al menos, el menú se superaba en cada nuevo evento. He cenado en los mejores restaurantes de todo el mundo: Nueva York, Londres, París o, como el año pasado, en Dubái. Y fue, justo aquí, en los Emiratos Árabes, donde por primera vez me salté mis propias normas.
El evento se realizó en la planta ciento veintitrés de uno de los edificios más imponentes de la ciudad. Debíamos llevar una chapa identificativa con el nombre que hubiéramos elegido para esa noche. Yo me había disfrazado de Erik, el personaje principal de la novela El fantasma de la ópera de Gastón Leroux, así que ese fue el nombre que elegí. Añadí un postizo a mi cabello para que pareciera más largo y me anudé una coleta; me coloqué una máscara y un traje acorde y aparecí en la reunión diez minutos antes de que empezara. —Jamás llego tarde a ninguna reunión, me parece una falta de respeto imperdonable—. Cuando llegué, noté en el aire un tufillo extraño, olía a desconfianza. Un grupo de personas, vestidos con atuendos del siglo XIX, conversaban en murmullo en un lado de la sala, mientras otro grupo, vestido de forma similar, lo hacía en la esquina opuesta. Ninguno se quitaba la vista de encima. En la entrada me esperaba la anfitriona. Llevaba un vestido rojo que realzaba su figura y una máscara dorada por la que brillaban sus preciosos ojos verdes. La saludé con un estudiado beso en su mano enguantada y ella me devolvió una sonrisa seductora. Me había reconocido.
—Bienvenido, Erik. —Se acercó a mi oído—. Todos los años me promete un baile y después desaparece al terminar el postre. Este año no podrá huir. He solicitado al maître que los dulces se sirvan después del baile —se separó muy despacio y me dedicó una bajada de pestañas digna de una cortesana.
Aquello mejoró mi humor y acrecentó mis ganas de tener a esa mujer entre mis brazos durante largas y sudorosas horas. Lamentablemente, soy un profesional; nunca mezclo trabajo con placer. Así que, asentí con un elegante movimiento de cabeza y entré al salón. Mi asiento se ubicaba muy cerca del de ella, que ocupaba la mesa central. Desde allí pude ver como los dos bandos se seguían estudiando con nerviosismo. Las puertas se cerraron y todos nos pusimos en pie para aplaudir a mi clienta. Ella hizo un gesto para que nos sentáramos y los platos comenzaron a salir de la cocina. La bebida se vació con rapidez en las copas de algunos de mis compañeros. Al cabo de un rato, como todos los años, unos empezaron a contar chistes desagradables sobre sus víctimas, otros se mostraron demasiado cariñosos con quienes odiaban a muerte y otros, y esto era novedad, parecían invadidos por un ejército de hormigas. Los de la izquierda y los de la derecha parecían impacientes porque algo ocurriera. Como parte del espectáculo, cada año, tras los postres, mi clienta elegía a los dos mejores sicarios y, delante de todos, les ofrecía una prima especial como gratificación. Aquel de los dos que hubiese sido el mejor iniciaba el baile con ella. A estas alturas, supongo que ya sabéis quién se llevaba siempre ese honor. Esa noche no fue una excepción. El otro premio recayó en una mujer, que se puso el nombre de Erzsébet, por Isabel Báthory o más conocida como «La condesa sangrienta». Y ahí fue cuando todo se complicó.
Los del bando de la derecha aplaudieron con furia a la condesa y los de la izquierda se levantaron en tropel gritando que aquella mujer había roto el sagrado pacto del sicario: «No tocar jamás a un familiar de otro asesino». Al parecer, ella había matado a la mujer de uno de ellos que, casualmente, era amante de la condesita. Volaron cuchillos, estrellas ninja y toda clase de artefactos raros que te puedas imaginar. Las armas de fuego estaban prohibidas. Yo tenía a mi lado a la anfitriona, la protegí con mi cuerpo y la saqué a la terraza. Una vez a salvo, anclé las puertas para que nadie más pudiera salir por allí. El espectáculo era deprimente. Aquellos hombres y mujeres se peleaban como si estuvieran en un patio de colegio, uno situado en un barrio muy complicado, mientras otros se enrollaban bajo las mesas sin importar lo que sucediera a su alrededor y otros utilizaban una botella como micrófono para cantar. Mi sorpresa fue cuando me giré para ver cómo estaba mi clienta y la vi esgrimir una sonrisa traviesa. Supe de inmediato quién le había encargado el trabajo a Erzsébet.
—Esta cena se había vuelto muy aburrida —me dijo, a modo de disculpa, mientras su lengua jugaba con sus labios.
No hubo más cenas de empresa.
Aquella noche, en un hotel de lujo de Dubái, la mujer de rojo y yo bailamos hasta caer exhaustos.
Consejo extra por Navidad: Cuidado con lo que bebes en la cena de empresa, podrías acabar en la cama con esa persona a la que has estado rehuyendo, y hasta podrías querer repetir.