Un nuevo año acaba de empezar, todavía se oye algún cohete a lo lejos. En la calle hace viento, la hierba y los árboles están cubiertos de blanco y no dejo de darle vueltas a lo que sucedió la víspera de Navidad.
Había oscurecido pronto y al regresar encontré tus lágrimas en el jardín todas juntitas al lado de los narcisos. No sé cómo supe que eran tuyas, tal vez porque eran de color azabache y recordé tus dedos manchados de negro la última vez que te vi llorar.
No lloraste porque sí. Te inquieta que el tiempo se acabe, incluso temes que estas navidades sean las últimas.
Con el trasiego de las fiestas, tus temores se han agravado aún más: cada encuentro, cada brindis, cada regalo, lo has vivido intensamente, aunque con infinita tristeza, como si fuera la última vez.
Es extraño, pero también a mí me has contagiado esa forma de ver las cosas y cada vez que me separo de alguien lo hago como si no fuera a verle nunca más. El día de Navidad ni siquiera me atreví a discutir con los primos de Liguria, por si acaso. ¡Incluso acepté la evidencia de los milagros de San Vitorino!
No sabemos si será por temor a que todo termine o por los polvorones, el turrón y el champán, pero la mezcla de todo eso no ha hecho más que acelerar nuestros planes. Hemos decidido pasar página y olvidar que la vida se acaba y todo tiene un final.
Vamos a instalarnos en el jardín, hemos colocado una mesita y dos tumbonas al lado del parterre donde hace poco florecían los gladiolos. Aquí todo lo que muere es solo para volver a nacer, así que no habrá más lágrimas, ni mancharemos de azabache nada más.
Al atardecer, te has acercado a la mesita y has encendido una vela en honor a san Vitorino; lo has hecho con la sorna que te caracteriza, y me ha alegrado ver que volvías a ser el de siempre.
Todavía hace viento, el viento aquí no se acaba nunca y nos preguntamos si llegará algún día en que todo sea como el viento y nada tenga fin.
Ilustración Javier Álvarez