Los hijos de Marcial

Las horribles historias de Sileno


A veces me preguntan que cuántos hijos tengo y yo respondo con un encogimiento de hombros, porque seguro que tengo varios, pero no sé cuántos. Es normal que si uno se ha prodigado con las mujeres y lo ha hecho, como yo, espontáneamente y con las mínimas prevenciones sanitarias, haya fecundado a más de una, aunque luego no haya seguido el rastro de esa fecundación. Lo cierto es que ninguna de las mujeres con las que me he relacionado ha venido después a pedirme cuentas, porque de antemano siempre establecí con ellas que yo no me haría cargo de las consecuencias de mis actos. Y eso porque, como aprendí en las clases de Melero, el profesor de filosofía de los maristas, creo que es conveniente distinguir entre los resultados y las consecuencias de las acciones. El resultado de una relación sexual con una señora o señorita es la satisfacción que se obtiene con el acto. No era mi intención ir más allá del placer; no pretendía yo dejarla embarazada o procurarle una infección vaginal. Las consecuencias son otra cosa y van más allá de las intenciones. Así pues, establecida la distinción entre resultados y consecuencias, hay que olvidarse de aquello que nadie pretendía al actuar. Otra cosa es que las consecuencias de las acciones puedan preverse, pero ese es otro tema. Yo no acostumbro a calcular las consecuencias ni hago previsiones en ese terreno ni en ningún otro.

Un caso muy distinto, y yo diría que muy particular, lo protagonizó la Tacher de mi barrio, con la que mantuve una larga relación sexual hace algunos años. La Tacher, que así llamábamos a Margarita Pelegrí, era una mujer con mucho arrojo. Sus decisiones recordaban la forma acelerada de actuar de la Thatcher inglesa, capaz de enfrentarse a quien fuera con tal de llevar a cabo sus proyectos. La Tacher de mi barrio, nuestra Tacher, también daba miedo. Le gustaba mandar y sabía cómo hacerlo. Pues bien, hace unos años se presentó en mi casa para hacerme una proposición: ella ya rondaba los cuarenta y todavía no tenía hijos. No había tío que la soportara, ni tío al que ella pudiera soportar, así que no quería liarse con nadie. Eso lo tenía claro, tan claro como lo tengo yo mismo. Sin embargo, estaba empeñada en tener un hijo y criarlo sola, sin soportar a ningún mameluco a su lado, porque, como me dijo, en este mundo hay muchos gilipollas y demasiados maricones, y yo prefiero montármelo a mi aire, sin dar explicaciones a nadie ni tener que ceder en nada.

Hasta aquí todo perfecto, le dije. Estamos hechos de la misma pasta, la Tacher y yo. Pero, ¿a qué venía toda esa exposición de sus creencias y maneras de ser? La Tacher me confió entonces que había pensado en la inseminación artificial como solución, aunque le preocupaba no saber con qué semen serían fecundados sus óvulos. ¿El semen de un negro, de un policía cabrón, de un tartamudo, de un inglés relamido, un patizambo, un clérigo de voz aflautada? Además, la inseminación artificial valía una pasta, así que la Tacher se había decidido a engendrar un hijo por el método tradicional, echando mano de alguien que diera la talla y no presentase merma ni defecto alguno, al menos a la vista. Le di la razón y le pregunté cómo iba a hacerlo. Su respuesta me dejó de piedra.

—Había pensado en ti, Marcial. No eres guapo, pero tampoco eres feo. Eres fuerte y simpático. Algunas luces tienes, y eres entusiasta. Podrías ser un buen padre.

Lógicamente, me acojoné. Aunque luego, bien pensado, si se establecían correctamente las premisas, esto es, si se dejaban claras las intenciones de mis actos, yo no tendría que hacerme cargo, para nada, de las consecuencias. O sea, por lo visto todo empezaba y acababa en hacerle un hijo a la Tacher, sin cesiones ni exigencias posteriores. Lo que viniera después era cosa suya.

—Por supuesto, Marcial —admitió—. Si la cosa sale bien, no tendrás que ver ni cuidar nunca al producto de tu trabajo. Algo así como el operario de cualquier artilugio que luego se pone a la venta. ¿Sabe el trabajador de la Ford qué pasó con esa tuerca que enroscó el seis de marzo del año 2000 en la factoría de Almusafes?

Así pues, acordamos llevar a cabo la transacción sin ninguna responsabilidad por mi parte. Como pago obtendría la satisfacción de follarme a la Tacher tres veces por semana mientras se consumaba el proceso. Y tras cada relación, que sería por la tarde, me invitaría a merendar. Por otra parte, una vez logrado el objetivo, ella desaparecería del mapa y se iría a vivir lejos por un periodo de tiempo indeterminado. Por mi parte, nunca me interesaría por el resultado de mi actividad ni ella se quejaría si, por una de aquellas, aparecían desperfectos en el producto.

Abreviando. La cosa fue bien: en poco tiempo logré lo que a otros les cuesta tanto trabajo conseguir. La Tacher desapareció del barrio y se fue a parir a Galicia, creo. No la volví a ver hasta hace unos días, casi ocho años después, en la puerta de los Salesianos. Allí estaba con otras madres esperando la salida de los niños a las cinco de la tarde. Crucé de acera para echarle un vistazo al chaval que salió escopeteado y abrazó a su madre exigiendo la merienda: un tipejo delgaducho y con mal color, nerviosillo y maleducado. Aquel chico no se correspondía con lo que yo hubiera esperado que fuera mi hijo. Poca salud y mucho capricho. Quizá era hijo de otro, pensé, porque la Tacher no era de las que descuidaban las oportunidades y era posible que intimara con otros tíos mientras yo hacía mi trabajo. No obstante, al poco rato disipé mis dudas.

—¡Marcialito! —la oí gritar a todo pecho—. ¡No le robes la merienda a esa niña!