Dramatis personae:
Atalanta. Jasón. Meleagro. Juno. Diana. Aquiles. Patroclo. Anteros. Himeneo. Cibeles.
Eros tiene una querencia especial, entre positiva y muy negativa, hacia las mujeres fuertes e independientes. Juega con ellas los ambiguos juegos del deseo, tras haberlas zarandeado y humillado en la arena pública, como hizo con Pentesilea y Atalanta.
Para mí, el zarandeo más vil es el de Atalanta cuando —habiendo optado desde niña por la insumisión, la virginidad diánica y la vida del compañerismo masculino— pide ser aceptada en la nave Argo para marchar a la Cólquide, en busca del Vellocino de Oro, junto a lo más granado de la juventud griega. El jefe de la expedición, Jasón, está de su parte; pero se deja convencer por sus compañeros de que una mujer sola entre tantos hombres no acarreará más que desgracias y, finalmente, le da el pasaporte de vuelta. No se admiten chicas en la nave argiva.
Hay otro episodio penoso en el trayecto de la misma heroína: la cacería del jabalí de Calidón. Es éste una de esas bestias depredadoras enviadas por los dioses a los mortales por algún agravio incomprensible relacionado con los celos y la soberbia de los olímpicos. Jóvenes griegos de diversos territorios se unen en una cacería heroica para acabar con la plaga, guiados por el príncipe Meleagro. Atalanta se presenta, con su habitual frescura: “Aquí estoy yo, ¿qué pasa, tíos? ¿No se admiten mujeres como en la nave Argo?” Pero aquí ya Eros está sobre aviso: hay carnaza. A ella sus flechas no la hieren, protegida por Diana, pero él arde de pasión al ver a la rubia cazadora, la acoge gentilmente, caza con ella y reparte el botín, con gran escándalo de sus parientes.
¿Cómo era por entonces Atalanta? Un maravilloso regalo erótico digno de los dioses, una mujer hermosa como una estatua de Fidias, embellecida por encantos masculinos, sobre todo el color de su piel blanca pero curtida por el aire libre y ruborosa, y su cabeza y rostro que no se sabría decir si eran de muchacha o de chico, porque los griegos, en cuestión de cabezas juveniles, no distinguían, y si encuentras una cabeza suelta en tus campos, ni el arqueólogo municipal sabrá decirte si se trata de un Apolo o de una Ninfa; tendrás que dirigirte al British Museum, por lo menos.
Las cosas fueron a más. No sólo no permitían a Atalanta que llevara una vida de ciudadano hoplita normal, sino que su padre —siempre los padres— se empeñó en casarla, para lo cual se estableció un agon o certamen, pero no de lucha o de lanzamiento de disco, sino de carrera, que era más decoroso, ya que carreras de doncellas se celebraban incluso en las pequeñas Olimpiadas en honor de Hera. Aquí hay un rasgo de violencia: Atalanta puede matar a los jóvenes a los que vence. Y así va matando a uno tras otro, no sabemos a cuántos, ella que sólo había matado en su vida a dos centauros que quisieron violarla en el monte cuando era niña y estaba consagrada a Diana.
A tales alturas, Eros está soliviantado. Esta historia le ofusca. ¡Es todo tan caótico! El pobre niño no tiene clara la idea de trasgresión, que es tan útil en estos casos. Sólo ve en Atalanta desobediencia a las leyes sagradas, a la naturaleza, a la condición femenina, al hogar. Entonces viene la segunda y más dolorosa parte de la historia. El que será el último participante de los pretendientes de la carrera, el príncipe Hipómenes, con ayuda de Venus —que comparte los sentimientos del niño divino—, vence a Atalanta y la desposa. Hay trampa en la carrera pero no en el deseo que siente la corredora hacia su vencedor, cuya belleza, semejante a la suya, alaban las fuentes antiguas. Por primera vez se enamora, o la enamoran los dioses, no sabiendo ya qué hacer con ella o tratando de cerrar el grifo de las muertes juveniles con que la derrota siembra la pista del circo.
Gran decepción para Eros será ver cómo Atalanta ama sin desdoro de su virilidad ni vergüenza para su bien amado. Ni son ambos hombres ni tampoco héroes, como Aquiles y Patroclo en el lecho, lo que irrita sobremanera a Eros. ¿Qué hacer? Castigarles a ambos con el más cruel de los castigos. ¿Acaso no les gusta la caza? Pues si les gusta tanto que se entregan a grandes cacerías de fieras —que hacen volver el rostro a Diana—, que se cacen el uno al otro.
Volviendo un día de la persecución extenuante de un animal finalmente cobrado y dejado a los sirvientes para que preparen el banquete, deambulan buscando una fuente, pues se han quedado sin más agua que el sudor que empapa sus bellos miembros, sus caras arreboladas y sus cabellos pegados a las frentes y a los esbeltos cuellos. Anteros preside su paseo, sembrando a su paso los brotes de la felicidad amorosa que les une, e Himeneo protege la llama de su antorcha discretamente, no vaya a ser que las ardientes brisas del amor la conviertan en un fuego devorador y quemen el bosque sagrado de Cibeles, donde se hallan.
Este inocente tiasos [1], cargado con todos los bienes del amor correspondido, infunde en Eros malas ideas. Sendas flechas chorreantes de rubia miel se clavan en los cuerpos enamorados de Hipómenes y Atalanta, que, azuzados por un deseo incrementado hasta un grado imposible de mantener a raya, penetran en el antiguo santuario de Cibeles, medio escondido entre el follaje y despojado ya —por el paso de los años y el cambio de los cultos— de sacerdote o guardián. Allí, casi en una cueva, entre vasijas polvorientas y hojarasca, tiene lugar la unión tempestuosa de los amantes casi gemelos, cazadores de la gran quimera hermafrodita.
La diosa Cibeles, que de esto sólo entiende que su santuario ha sido profanado por una pareja poco respetuosa con su serena soledad, se encrespa, sacude la melena en llamas y estira los miembros. Sin hacer caso de otros dioses como Juno y Vesta, que tratan de apaciguarla, dirige los rayos de su ira a los amantes. Éstos se separan raudos como los leones en sus breves cópulas. Siguen acariciándose, pero sus manos se han convertido en garras. Aunque la diosa se conmueve, no detiene la metamorfosis, pues tan bellos como cuando humanos son éstos convertidos en bestias, y los adopta como servidores, leones machos ambos, como en definitiva querría Eros.
Estas lejanas y ancestrales historias, depositadas a nuestros pies como conchas por la marea en retirada, a veces se asoman entre las cortinas del tiempo y nos saludan. Una vez di una conferencia en el Museo del Prado a un público culto sobre la corredora convertida en leona y acabé refiriéndome, casi en broma, a los leones que tiran del carro de La Cibeles madrileña de Ventura Rodríguez. Para la audiencia fue como el despertar de un ensueño. ¡Oh! Se oyó un ligero murmullo de decepción a la par que de reconocimiento. En definitiva, un pequeño éxito. Luego vinieron las preguntas.
Notas
[1] Tiasos: cortejo.