De niño, cuando me paseaba por el mundo, solo contaba con un viejo atlas. Con el tiempo, descubrí que la metonimia se debía al titán que sostenía la bóveda celeste sobre los hombros. Lo primero fue ubicarme: «A ver, ¿dónde está España? Aquí. Vale». El chasco era morrocotudo: yo que me imaginaba un país que debía de ser como medio planeta… Salvado ese obstáculo, me daba por observar lo cerca que estábamos de África. Y, cuando seguía repasando el norte de África, en el mapa físico me topaba con la cordillera del ¡Atlas! «¡Tate! ¿Por eso estos libros se llaman así?», me preguntaba. Con ocho años no te da por profundizar en más explicaciones, y entonces no había internet. Así que continuaba por la costa libia hasta llegar al mítico río Nilo y donde debían de estar aquellas pirámides de Egipto que guardaban momias a punto de cobrar vida, que es lo que me sonaba de una peli de los cincuenta en la que salía Peter Cushing de arqueólogo enfrentándose a Cristopher Lee vendado de pies a cabeza.
Al lado estaba el mar Rojo, ese cuyas aguas separó Moisés para huir del malvado Ramsés, como nos habían contado en catequesis. Tan pequeño me parecía el mar Rojo al lado del Mediterráneo, que el milagro me parecía plausible incluso sin la mediación de ningún dios. Yo por entonces era muy religioso, como no podía ser de otra forma con la momia del Valle de los Caídos aún casi caliente. Pegada al mar Rojo estaba Arabia, la de Las mil y una noches, como la evocaba entonces, antes de leer viejos tebeos del Guerrero del Antifaz, y de la que poco después supuse que habrían salido esos guerreros con turbante, blandiendo cimitarras, que nos habían invadido al principio de la Edad Media y gritaban: «¡Morirás, perro infiel!».
La voz de mi madre llamando a cenar detenía mi viaje por el desierto. Días después lo retomaría partiendo de nuevo desde España y viajando hacia el norte: a Francia, a Alemania, a Inglaterra… Más allá de los Pirineos, como había escuchado alguna vez en el telediario, en la radio o en algún reportaje aburrido.
Viajar era gratis. Aquel atlas reunía historias de acá y acullá que se habían ido sedimentando en aquella mente infantil. También servía de plataforma para los juegos con mis hermanos, con mis primos y con los chavales del barrio, y para las charlas de lo que había visto Fulanito que no cuadraba con lo que le habían contado a Menganito. Sí, aquel atlas me daba pie para cualquier conversación, porque no éramos críos muy viajados, que se diga. Ahora tenemos acceso a miles de lugares por la red. Tecleamos y asistimos a una caprichosa rotación de la Tierra en nuestra pantalla hasta el punto deseado, con coordenadas y todo, con lugares de interés, con sugerencias de viaje… No solo eso: tenemos a la carta todas las noticias que nos interesen, de los medios que mejor nos caigan o que menos refuten nuestras convicciones. Ahora somos más libres para elegir las ideas que más nos cuadren, estén más acertadas o no. Hemos comprado el mensaje de libertad que querían vendernos. Podemos proclamarnos totalmente libres para seguir opinando como más nos guste, sin saber si nos conviene, pero libres. Si, por lo que sea, hemos ido cogiéndole manía a la industria farmacéutica, podemos acabar creyéndonos el artículo de Andrew Wakefield, donde decía hallar una relación entre las vacunas y el autismo (artículo retirado de The Lancet porque se demostró, cuanto menos, erróneo). Porque eso nos dará igual mientras confirme nuestras convicciones contra el stablishment farmacéutico.
Y lo mismo nos pasará si queremos creernos que el partido verde de ultraderecha va a ayudar a los trabajadores del campo, cuando, precisamente ese partido votó en contra de la nueva Ley de Cadena Alimentaria (Ley 16/2021, por la que se modifica la Ley 12/2013), ley en la que se establece un precio de pago para el operador inmediatamente anterior «igual o superior al precio de producción»; es decir, donde se prohíbe la venta a pérdidas. Pero nos dará igual porque lo importante es que nos traten como a españoles. ¡Ah! La patria… ¡Lo importante que es la patria!
En fin, cada cual con su libertad. Yo, tomando lo de Rilke, prefiero decirme que mi verdadera patria es la infancia, pero con el atlas.