Lágrimas de cocodrilo

Ultramarinos y coloniales


Como todos los niños, fui al circo alguna que otra vez. No era un espectáculo que me fascinara especialmente, siempre preferí el cine, los westerns, pero tenía su punto excitante: lo que allí ocurría era de verdad. Sin embargo, lo encontraba premioso. Los payasos no me hacían gracia, las fieras me defraudaban y los equilibristas me creaban una angustia que solía resolverse en lágrimas. Hay, sin embargo, un recuerdo referente al circo que ha quedado fuertemente grabado en mi memoria.

Había un circo a principios de los 60 que rondaba por los numerosos arrabales madrileños. Se llamaba, creo recordar, Circo Roma. Era una empresa menesterosa, con una carpa minúscula y parcheada que se levantaba en descampados de barro y poca iluminación. Una vez se instaló cerca de mi colegio, en la zona que hoy es la prolongación de Príncipe de Vergara, por aquel entonces sin urbanizar. La pista era un redondel de no más de 10 metros de diámetro. Acudí allí atendiendo a la llamada de un anuncio callejero, un cartel de estética circense muy similar a los dibujos de portada del Capitán Trueno. El pasquín representaba a una amazona en bikini de pedrería luchando a brazo partido contra un enjambre de descomunales cocodrilos. Un festín de dientes y carnes turgentes. La visión de esa señorita ligera de ropa dedicándose a tan peligrosa variante del bestialismo me produjo una sensación entonces indescriptible y ahora perfectamente reconocible. 

La función comenzó con el consabido par de payasos: el blanco y el augusto, o sea, el listo y el tonto. Odiaba ese número. Además, el payaso blanco, con su sombrerito cónico y su saxo sopranino, siempre me recordaba a uno de aquellos falangistas que daban clase de F.E.N. Luego vinieron otros números rutinarios y, por fin, apareció en escena el presentador para hacer una aburrida glosa de lo peligroso del siguiente número. Un par de señores, cuyo disfraz de hindúes no podía ocultar su origen inequívocamente español, arrastraron hasta el centro de la pista una especie de cabina telefónica con ruedas que estaba llena de agua turbia. A continuación, sacaron una pecera rectangular del tamaño de una maleta. De ella extrajeron un lagarto de apenas un metro de largo. El infortunado saurio fue lanzado al interior de la cabina sin mayor miramiento. Se hundió como una piedra. Con un redoble de tambor hizo acto de presencia la que yo esperaba que fuera la lúbrica señorita del cartel. Lo que allí apareció, sin embargo, fue una señora de tomo y lomo, una de esas españolas de pelo zaino, ceja y bigote, hombros poderosos, miembros recios y pecho montañoso: toda ella cefalotórax y abdomen. Lo único que recordaba la imagen del cartel era el bikini de pedrería, aunque no era tan sucinto como anunciaban, ya que contaba con todo tipo de refuerzos para contener las abundantes carnes de la artista. Entre redobles de timbal, aquel megaterio subió por una escalera de mano y se zambulló en la ducha portátil que contenía al bicho. Éste, sabiendo lo que le esperaba, empezó a dar vueltas como loco por aquella prisión de cristal buscando una imposible salida. La Maritornes circense no le dio la menor opción. Con la misma habilidad y dejadez con que una pollera descuartiza una gallina, le hizo al pobre lagarto una llave que lo dejó convertido en una ese, y así lo estuvo martirizando un rato mientras subía y bajaba del cuadrilátero acuático para tomar aire, hacer espuma y simular —con evidente hastío— una lucha a vida o muerte. Tras unos minutos de abominable espectáculo, aquella pesadilla de Julio Romero de Torres decidió que ya se había ganado el jornal y soltó al animal, que volvió a hundirse a plomo. La dominanta salió del agua, bajó las escaleras, se escurrió el pelo y recibió simultáneamente el aplauso del público y una bata de mugrientos brillos que le alcanzó uno de los hindúes apócrifos. El supuesto cocodrilo, mientras tanto, era sacado de su particular infierno sin ninguna gloria, o sea, por la cola. Colgando como una bayeta mojada fue introducido nuevamente en su pecera-maleta. Sentí una pena enorme por aquel animal, la verdad. 

Creo que recuerdo tan vivamente ese número circense por la temprana pulsión mórbida que me produjo. O a lo mejor es porque, por primera vez, caí en la cuenta de lo mucho que dista entre lo que nos ofrecen y lo que realmente obtenemos.


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