Labios encadenados

Cruzando los límites

 

La primera vez que Lorina vio una bata de seda de Olivia von Halle quedó deslumbrada. La bata blanca de rayas doradas verticales que llevaba puesta su nueva amiga costaba setecientos euros. Todavía se sorprendió más cuando Bárbara la llamó para que se uniera a ella en la ducha, tan grande como la habitación que Lorina alquilaba en Brixton. Debajo de la bata, Bárbara llevaba un pijama de ochocientos euros de seda azul metálico, repleto de flores en cuyos pétalos de brillante color fucsia estallaban fogonazos mágicos.

Lorina se amedrentó en su desnudez de ébano, pero en cuanto pasaron ante el espejo de cuerpo entero del cuarto de baño se dio cuenta de que no tenía que hacerlo, porque su rotunda belleza armonizaba con la delgadez de Bárbara, que aun con el pijama parecía una estatua de alabastro extremadamente estilizada, mientras ella parecía una fuerza de la naturaleza, una leona frente a aquella blanca paloma de pechos puntiagudos y nalgas fortalecidas por el gimnasio. Acababa de pasar la noche con ella después de bailar hasta el éxtasis, hasta que sus labios se encontraron en una discoteca de moda en Londres, donde las negras altas, si vestían de escarlata, entraban gratis.

Así que, en lugar de volver a su piso compartido en Brixton, acabó la noche en el lujoso barrio de Sloane Square. 

¿Qué había visto en Bárbara? ¿La mirada penetrante de un leopardo enfurecido, realzada por las luces estroboscópicas? ¿La lengua, electrizante y larga como la de una serpiente, que se movía al compás de un metrónomo enloquecido? ¿La sensación de que podrías escribir tu nombre con sangre sobre cualquiera de los rincones de su cuerpo, siempre que fuera sensible y doloroso? Cuando se amaban, se entregaba como un monito desvalido con garras de acero engarzado al vientre de su madre. Le daba miedo y se estremecía de placer al mismo tiempo.

No importaba. Estaba rodeada de mármoles y la ducha se convirtió en una lluvia cálida que, en cuanto ignoró la nube de vapor, le recordó inmediatamente los chaparrones que cada noche barrían los humedales del delta del Níger, y que había soportado tantas veces cuando era niña reuniendo las vacas que se dispersaban por los herbazales. Pero deprimirse era imposible mientras Bárbara le acariciaba los pechos y le besaba el cuello con la música invernal de Vivaldi a diez mil kilómetros de distancia de los manglares y de aquel hogar donde no era nadie.

Necesitaba hacer el amor otra vez con Bárbara y no le costó mucho convencerla. Le dio un beso apasionado, le retorció los pezones, le puso la mano en el sexo con fuerza mientras la atravesaba con la mirada. Cuando Bárbara la cogió de la mano y la llevó a la cama, todavía mojadas, se acordó de cuando la bajaron aquella vez del camión en Libia y la entregaron a las mujeres. Acabó en una habitación oscura, donde había una gran bañera en el suelo con agua caliente. La desnudaron y lavaron en silencio, le untaron el cuerpo de aceite y la dejaron dormir. Necesitaba dormir, y cuando se despertó, dos de aquellas mujeres, tan jóvenes como ella, empezaron a besarla y la masturbaron tan deliciosamente que su descubrimiento del amor fue como el vuelo y la caricia de una paloma. Y siguieron haciéndolo durante varios días, hasta convertirlo en un vicio y una necesidad. 

Se dejó masturbar por Bárbara, que se mostraba incansable. Le permitía tener los ojos cerrados, le bastaba con sus gañidos de perro pequeño y sus ligeras contracciones para saborear su propio placer.

Se durmió con el bálsamo de incontables orgasmos. Cuando despertó, Bárbara la llamaba desde la cocina, quería compartir con ella un champán que guardaba en la nevera, un Krug muy generoso de doscientos euros la botella. Saboreando los aromas frutales, el mazapán, las almendras, los cítricos, se acordaba de aquella noche en el campamento, bajo las estrellas del desierto. No la llamaron precisamente desde una cocina brillantemente iluminada, con limpias mesas de cuarcita en las que el vidrio de las copas Stölze resonaba como si con cada impacto acabara de amanecer.

Lorina levantó la copa de champán, bebió con los ojos puestos en la mirada felina de Bárbara, se besaron los labios con suavidad, para no estropear aquel gusto místico del buen champán, se fue hacia la puerta de la terraza y salió. Estaban en Londres, el cielo era inexistente, una lámina negra a la que no se podía acceder ni con el cuerpo ni con la mente. Recordó el cielo del desierto. Casi se podía caminar por aquel manto de diamantes. Pero, acto seguido, se acordó de cuando estaba con su familia, de cuando vio a los perros salvajes atacar a una gacela. El uba, su padre, no la dejó acercarse. La gacela se escapó, pero tenía las tripas colgando, como en uno de esos cuadros de la Tate en que los colores proceden del interior de los objetos y emborronan el aire. Lorina tenía muy buena vista con catorce años, pero en su memoria, el sol rojo de los intestinos era como un borrón, como aquella noche en que todos los hombres entraron en la tienda, uno detrás de otro. Solo el primero hizo que sintiera un mínimo de placer, los demás la arrastraron por un infierno que acabaría en garitos de prostitución en París y la huida a Londres.

Aquella semana, las chicas negras que llevaran un vestido escarlata entraban gratis en la discoteca. Aunque ella y sus amigas siempre entraban gratis, ese día se fueron a Ghost de compras, dispuestas a celebrarlo a lo grande. 

El vestido, ya usado, estaba sobre una butaca a los pies de la cama. Recorrió con la vista la habitación y se encontró a sí misma en un espejo grande en el que no se había fijado, junto a una cómoda de caoba. Estaba desnuda, sentada sobre las sábanas de lino con las piernas separadas. Le gustaba su sexo, sobre todo cuando estaba húmedo y parecía que acabara de amanecer entre los matorrales de la sabana; tenía el pelo corto, muy negro entre las piernas y en la cabeza, donde reinaba una nariz chata y pequeña, compensada por unos labios gruesos que parecían repletos de sangre. Su mirada era de niña, pero le bastaba con un simple gesto para parecer una diablesa. El cuerpo, de color café muy azucarado, sabía y olía a madriguera. Oyó una risa corta, cambió el enfoque y vio a Bárbara detrás de ella, recostada sobre un brazo, mirándola a través del espejo. Muy rubia y blanca de piel, tenía la nariz perfecta, algo abarquillada, la boca pequeña y carnosa, los ojos perspicaces, de haber vivido muchas vidas. Entre ambas componían un cuadro perfecto. Podían haberse quedado inmóviles y plasmadas para siempre en aquel momento de la eternidad, pero el tiempo es implacable y nada es para siempre; ella volvería a su habitación en un piso compartido de Brixton, y Bárbara se quedaría en aquel lujoso apartamento de Sloan Square.