Para la novela que me ocupa en este momento necesito gran cantidad de material erótico. No me refiero a pornografía, que en griego significa «describir cosas de putas», ni siquiera a imaginería más o menos amorosa de hoy y de siempre, sino a la imagen y a las historias de Eros, hijo del Caos —o de la Noche y el Érebo—, ya que los amores que se ventilan en la obra incipiente a la que me dedico están cruzados por ráfagas sobrehumanas, pasiones del cuerpo y del alma cuya procedencia, por otra parte, no sé si atribuir al personaje femenino o al amante abatido en un desembarco a los pocos días de la boda. Él y ella son los protagonistas de una monstruosa historia de amor y cenizas. No sé si podré darle forma, pero me dejaré la piel si es preciso y la trabajaré como si fuera lo último que haga. Por ahora, recojo pequeñas leyendas, así como recortes de viejos textos y textículos, a modo de conchas dejadas en la arena por la marea, cuidando de no mojarme mucho los pies, ya que soy propensa a los resfriados.
Ya tengo algunas muy bonitas que pueden ayudarme. Las compartiré con ustedes. Cierto vendedor, leí hace poco en una oda de Teócrito, ofrecía en el mercado un Eros de cera que tenía preso en una jaula. Le preguntaron por cuánto quería venderlo. Y dijo en dórico:
—Tómalo por lo que gustes. Para que lo sepas, te advierto que no he modelado yo esta cera; pero no quiero guardar en casa un Eros que se dedica a la rapiña y desea coger todo lo que ve…
—Venga, dámelo entonces por un dracma —dijo el paseante—. Conmigo se acostará este hermoso niño. ¡Y tú, Eros, inflámame cuanto antes, o te derrito en la lumbre!
Rara historia. Y breve. Pero sobre todo, rara. Picante como la pimienta negra recién molida, y no sin misterio en su aparente comicidad. El vendedor está harto de los atropellos en su casa del Cupido («Deseo»), que arrambla con todo lo que ve, y quiere deshacerse de él por lo que le den, aunque sea poco. Y la verdad es que no fue tan poco, al parecer, pues el dracma de plata, que pesaba unos cuatro gramos, no era una filfa, aunque no sé yo muy bien a cuántos euros correspondería, sino solo que una familia humilde podría vivir de ella un tiempo. A mí lo que me extraña es que el Cupido sea de cera, pardiez, y lo que dice el comprador al respecto: que le inflame cuanto antes o lo derrite en la lumbre. Picardías de fetichista siracusano. Amoríos con muñecos.
Pero no es el único Eros que, rebuscando en las antigüedades y libros de arte de la biblioteca de mi abuelo, he visto vender en la plaza pública. Hubo en Pompeya un fresco hermosísimo, conocido por los arqueólogos desde el siglo XVIII como La vendedora de amores, en el que una mujer con una jaula de Cupidos, ofrecía de rodillas a una dama acompañada por su doncella o por una amiga de su edad y pareja elegancia, uno de aquellos lindos niñitos de alas azulencas, muy vivaracho o, por lo menos, vivo.
Otro cautivo permanece sentado en el suelo de la jaula agarrado a los barrotes. Hay que decir que la señora ya tiene uno junto a sí, crecidito, casi adolescente, que pone cara de espanto por si a su ama le da por adquirir otros y le hace perder la supremacía. ¿Serían estos también de cera como el de Teócrito? No lo sabemos, pero en las fotos parecen traviesos e inquietos, y dan un poco de miedo, sobre todo el que la vendedora sujeta por las alas, que alarga los bracitos hacia las dos hermosas dóminas. Tal vez quiera cambiar de clase social y prosperar, como es esperable de todo amor.
Hay también un cuadro de Joseph Marie Vien, en el Museo Nacional del Château de Fontainebleau, como para enamorar a una sensibilidad neogriega. Lo pintó el artista amante de lo clásico inspirándose, a través de un grabado, en el fresco pompeyano cuya écfrasis acabamos de trazar con torpes palabras. Una joven y linda vendedora ha llegado a casa de una señora rica —un poquito rococó aún— con una cesta llena de Cupidos y le ofrece uno, que tiene preso por las alas. Según escribió Diderot no sin malicia, cuando vio el cuadro expuesto en el Salón de París de aquel año, el Cupido «tiene la mano derecha apoyada en el pliegue de su brazo izquierdo que, al levantarse, indica de una forma muy significativa el tipo de placer que promete». ¡Ah, ilustrados, me gusta que seáis tan pícaros como los libertinos de la Corte!
La fría languidez neoclásica a veces tiene este punto humorístico. Aquí no hay jaula sino recipiente, una especie de cesta de pollos, en el que vemos dos ejemplares de amores, uno de alas rojas y el otro blancuzco y mortecino, sobre el que se inclina el primero como para animarle. La limpieza transparente del cuadro de Vien está cargada de seducciones femeninas de elegancia neogriega que se suman al fresco pompeyano y lo recargan, pese a su vocación de sobriedad. Me refiero al contenido de la mesa cubierta con el mantel de satén rosado, sobre el que reposan un jarrón de cristal con flores, un gran pebetero que deja escapar humo perfumado y una caja de cosméticos. Todo ello forma una especie de conjunto único con el Cupido, como simbolizando las efímeras delicias del amor.
Dirán ustedes, amigos impacientes, ¿qué puñetas tiene que ver esto de la venta de los Erotes con lo del amor monstruoso y ceniciento que la autora dijo al comienzo que deseaba contar? No lo tiene, al parecer, pero lo tendrá. ¿O es que nunca han leído ustedes una historia deconstruida? Pues ya va siendo hora, que estamos en el año 2015 y con la narratología muy perjudicada por el paso del tiempo y la contaminación. Volveré y les diré más, si lo desean y La Charca me lo permite.
DEBERES. Quien quiera sacar provecho de estas enseñanzas, sacuda su pereza y busque en GOOGLE al pintor Joseph Marie Vien. Si no fuera por estas informaciones gráficas y por el cine de peplum desde Pasolini —Edipo rey, Medea— y Fellini —Satiricón, Roma—, nadie podría escribir decentes toga plays en el siglo XXI.