Una tarde, hace 3.219 años, paseaba mis andares por la senda trillada. La misma que más tarde cantaría Tagore, Rabindranath. Al borde de aquel camino había helechos y una higuera, a la que el Dios antiguo había condenado al doble fruto. Divertido castigo que el árbol pagaba con algo de trampa y flor sabrosa.
Bajo su sombra generosa estaba sumido, en una de sus brillantes ensoñaciones, Siddhartha, José Enrique. Lo conocía de siempre, del barrio. Era un buen tipo. Rico, sí, pero de esos que son amigos, grandes amigos, hiperamigos, a ultranza, supersticiosos, de corazón.
Me quedé un rato grande sentado frente a él, como para saludar, con cariño, y comprendí el funcionamiento de la Naturaleza: enraizados conductores condensan inductivamente la electricidad del suelo y del cielo, para crear el aire.
Él se había conectado a la raíz y al tronco. Porque estaba apoyado, recostado, a gusto, que tonto no era, nunca lo fue, y su cabeza se fundía con la madera almohadillada de musgos de colores, que lucían chispeantes con un elegante degradado sobre el pelo, hasta confundir el todo en uno…
El pene le había crecido, longitudinalmente, y se injertaba varios centímetros bajo tierra, en el cálido y húmedo mundo de la verdad. Radical.
Intuí que en breve se iluminaría como una bombilla, de incandescencia, y para devolver al momento la intimidad necesaria, sonreí, agradecido, y continué mi camino.
Fue entonces cuando vi la vaca.