La tabla de salvación de Massimo

Casi lloré de emoción al ver esa escena en el cine

 

«Non si può vívere senza Rossellini», dicho así, categóricamente. Y uno, que ya había pasado por Roma città aperta, Paisa y Germania anno zero, se sentía súbitamente tocado por una verdad inapelable, sin saber cómo no había oído a nadie proclamar antes así, a los cuatro vientos, lo tan evidente. Lo decía un personaje de Prima della revoluzione, una película sobre la que, cuando alguien mencionaba su título, me gustaba subrayar, poniendo cara de placer (falsamente) recordado y ya perdido, aquello de que «quien no ha vivido antes de la revolución no sabe lo que es la dulzura de vivir».

Pero todo esto es sólo para poner una nota de ambiente y situarnos. Estaba arrancando la década de los 60. En Francia había surgido la Nouvelle Vague. Por los demás países, siguiendo el ejemplo, había hecho eclosión un nuevo cine que traía aires nuevos y decía mucho más. En Italia, ese nuevo cine tenía además un marcado carácter político y, como tal, a España sólo pudo llegar años más tarde, gracias a la mayor tolerancia de las salas de arte y ensayo. Así lo hicieron los primeros films de los hermanos Taviani con Valentino Orsini, de Francesco Rosi,… Pero sobre todo los de Bernardo Bertolucci y Marco Bellocchio.

De este último eran las películas más virulentas. Leo Castel iba en plan insolente con I pugni in tasca, y en otra película se nos advertía que La Cina é vicina. Siempre, en éstas y en las siguientes (que llegaron a pasarse hasta en salas S para, a continuación, dejar de llegarnos), Bellocchio hacía un alegato visceral contra la familia, el ejército, la iglesia y todas las instituciones y costumbres burguesas. Por eso sorprende un poco ver ahora una película suya en la que todo gira alrededor de la bestial hendidura producida en un niño cuando muere súbitamente su madre. Una herida que vemos que no cicatrizó ni de adolescente, ni de joven, ni de hombre bien maduro, como apreciamos en los tiempos pasado y presente de esta Felices sueños (2016). Quizás Bellocchio, ya con bastantes más años encima, aborda últimamente los temas con más comprensión, con una notoria tolerancia hacia la humanidad.

Pues bien, pasemos a los lloros o, para ser más precisos, a la pugna por controlar un poco esa emoción que empuja por salirte por los ojos cuando te alcanza la escena, una escena que, por lo demás, es hasta divertida. Massimo ha ido a ver a una doctora de guardia que previamente le ha resuelto, vía un teléfono de emergencias médicas, un estado de ansiedad gordo. Tras un pequeño diálogo tranquilizador, ella le receta:

— Si vuelve a sentirse mal, llame a un amigo de confianza.
— ¿Puede ser Vd.? — le pregunta rápidamente un preocupado (pero, a la vez, viendo ahí el cielo) Massimo. A lo que la guapa doctora no puede más que responder mediante una risa espontánea, mostrando su espléndida dentadura.

La película podría llegar a ser, si se entra en ella, «de mucho llorar». Emociona reconocer en una escena a Roberto Herlitzka, el magnífico actor que hacía de Aldo Moro secuestrado en Buenos días, noche, dando una clase sobre el Universo. O podría uno ponerse a llorar a moco tendido, si no sonase un poco excesiva, la lectura ficcionada de esa carta al lector que Máximo escribe finalmente en el diario, recordando el gesto de su madre de pasar por su cama para taparlo, despidiéndose así de él. O al ver la felicidad trasmitida en esos grandes momentos del aprendizaje del baile con su madre. Pero a mí ha sido en ese preciso instante, con ese diálogo, cuando, pequeña sonrisa tirando de los labios superiores hacia la nariz, un efluvio de ternura casi se lleva por delante mi compostura debida a una sala de estreno.

Por un momento he pensado que por fin esa doctora, esa chica tan agradable, va a sacar a Massimo de ese pozo tan negro en el que le dejó la desaparición de su madre, y me he regocijado sinceramente, alegrándome por él, con toda la ilusión del mundo. De la misma forma que me reconforta que desde la última vuelta del camino, que diría Baroja, Marco Bellocchio tenga claro y haga ver que lo que hicieron con Aldo Moro esos estudiantes fue una salvajada, o que se descubra a sí mismo, tan combativo como era, con un cierto fondo sentimental, que ya no se esfuerza en ocultar.