Sentada frente a mí, con los brazos cruzados y la mirada fija, susurra.
Huyo. Corro hasta perder el aliento. Por un instante creo que me alejo…
Pero me sigue incluso quieta, plantada justo allí donde pongo el horizonte.
Sin dejar el trajín de lavadoras, despertadores, conversaciones y vino,
me obligo a volver y pararme, a reponer el esparadrapo que le mantiene la boca cerrada.
Y cada vez, como Sísifo, sé que en 10 segundos habrá que callarla de nuevo.
Incluso así, su fraseo se cuela en mi oído interno.
Solo la música muy alta, el baile descalza, la risa muy fuerte, los besos cuando los hay
o el llanto desesperado pagan el precio de un instante de silencio.
Así es mi queja.
Rehén y raptora al mismo tiempo.
Cañón y bala.
Consuelo o excusa dependiendo del día y de la hora.
Pregunta, siempre.
Respuesta, cuando se pierden los papeles.
Que no reviente el precinto que la contiene.
Que no hable más fuerte que lo justo para que solo yo la oiga.
Porque si su eco traspasa la puerta de este sótano,
volverá a teñirlo todo de morado.
Aniquilará los sueños imposibles.
Doblegará la inconsecuente voluntad de cumplirlos.
Romperá el despertador y la lavadora.
Se adueñará de la conversación.
Derramará el vino.
Y no habrá canción, ni baile ni risa ni beso ni llanto
capaz de taparle la palabra.
Fotografía de Susana Blasco.