La paz de las trincheras

Postales desde Andrómeda


Todas las mañanas mi abuela se preparaba un café de puchero y lo endulzaba con un chorrito de anís. Añadir aquel licor a los desayunos o tomarlo solo a los postres era habitual porque además de digestivo estaba muy rico. La etiqueta de la botella tenía el dibujo de una criatura mitad hombre mitad simio que sostenía en su mano derecha un pergamino que decía: “ES EL MEJOR, LA CIENCIA LO DIJO Y YO NO MIENTO”. Y debía de ser verdad porque en todas las ocasiones especiales siempre estaba en la mesa. Si ese mono hablase, podría contar con todo lujo de detalles cada acontecimiento, secreto o chisme de cada miembro de mi familia.

En Nochevieja, al terminar de cenar, mi tío Ulises sacaba del mueble bar la botella con el desconcertante animal, las copitas de cristal y la bolsa del “cascajo”, que era un saco de tela lleno de nueces, almendrucos, avellanas y piñones. Mi tío repartía generosamente el aguardiente, esparcía parte del contenido del saco sobre el mantel y con un martillo iba golpeando los frutos uno a uno sobre una pequeña tabla de madera. Según los rompía, la mesa se iba llenando de manos rebuscando entre las cáscaras. A mí me gustaba comprobar la cantidad de personas que cabíamos en el pequeño comedor. Los contaba uno por uno; los primos, diez, doce, mis hermanos, los vecinos que se iban agregando, quince, dieciocho, y así. A medida que avanzaba la noche, más se reían mis tías por cualquier tontería y le sacaban parecido a mi tío Ulises con el medio mono de la etiqueta.

A las once en punto sonaba el teléfono y mi abuela se levantaba como un rayo: ¡conferencia del niño! El “niño” era Delfín, su hijo menor que había emigrado a Francia hacía años, se había instalado en París y trabajaba de chapista en un taller mecánico. La llamada era breve porque hablar con el extranjero era muy caro. Cuando colgaba, mi abuela se secaba los ojos con un pañuelo y, tras consolarla, todos volvían de nuevo a la mesa y entre partidas de tute, bromas, anís y golpes de martillo entrábamos en el año nuevo.

Si la botella del Mono no se abría durante mucho tiempo el azúcar se apelmazaba alrededor del tapón y luego costaba mucho abrirla.


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