La oveja blanca

Solo, por favor

Carecer de historias te vuelve vulnerable. Esta mañana, sin ir más lejos, yendo a tomar un café donde Nicodemo, el del bar La Oveja Blanca, bueno, el hijo del dueño del bar de toda la vida, don Nicomedes, que tenía otra hija, Nicoleta, con un genio de no te menees, que marchó con la madre, la señora Nicolasa, cuando decidió montarse por su cuenta una taberna en Nicosia, al más puro estilo chipriota, griego, naturalmente, teniendo en cuenta además que la hostelería del Mediterráneo oriental no es exactamente como la de aquí, pues por menos de nada allí te ponen un feta con las olivas, y aquí no, claro, y menos para un café que le pedí al Nico, un café solo, sin bollito ni nada de nada, y me largó un rollo homérico: que si ninguna diosa puede cantar la cólera aciaga de Aquiles, que si Agamenón y no sé qué de su porquero —¡como si a mí me interesara qué es verdad  y qué es mentira!—, que si el caballo de Troya es en sí un epílogo a destiempo, que en qué andaba pensando Homero al no incluirlo en la Ilíada… Y no sé cuántas tonterías más. Vamos, una odisea. Y que no, que me invitaba, que me dejara las monedas para el parquímetro, que bastante tenía con haberle escuchado, porque otra cosa no pero el Nico es un tío serio, que no quería que yo faltara a mis obligaciones por un triste café, que no era tan triste, puesto que se lo suministra una distribuidora italiana que lo importa directamente de Etiopía y el propio Nico se encarga de molerlo antes de preparar la infusión, pero que, en fin, no era nada del otro mundo y que, por mí, lo que fuera, ya que nunca olvidaba cómo me porté con su hermana, buscándole la financiación para instalarse en Chipre, cuando su hermana, todavía una niña, montó el sainete del descubrimiento del cadáver por un olor que subía por la escalera del sótano, que hacía las veces de almacén, poco más limpio que el baño de la tasca y algo menos lúgubre, destinado al fin y al cabo para lo que era, generalmente fuera de la vista del gran público de ese barrio castizo aún con la respetable alameda en la que se alternaban algunos plátanos y castaños de Indias, hoy sustituida por dos carriles de asfalto y una estrecha acera por la que ya no deambulan tortolitos en el ocaso. En aquellos años no eran extraños los hedores de animales en descomposición, levemente disimulados por vapores de Zotal. De ahí que pocos prestaran atención a los estudiados gritos de la pequeña, quien, briosa y sobreactuada, tiraba de la camisa de don Nicomedes, su padre, según me contaron, pues yo estaba liado llevando papeles de un bufete a Hacienda, a una gestoría o a la Tesorería de la Seguridad Social, como veinte años después —huelga decirlo—, papeles, entre otros, relacionados algunos de ellos con las empresas desratizadoras que entonces se forraban subrepticiamente. Y  a las que, por supuesto, aquella vez se les fue la mano.

Don Nicomedes ya había iniciado la bajada a los infiernos años antes de que Nicoleta le mostrara el fiambre, aquella vez humano; mucho más grande que una rata, mucho menos peludo y mucho mejor vestido; la elegante chaqueta de tweed se mimetizaba entre las cajas de gaseosas, por las que asomaba el gesto plácido de aquel señor con bigote fino, sugiriendo que se había quedado dormido más de la cuenta en el remanso de paz que parecía haber encontrado. Días más tarde, la señora Nicolasa no dio señales de vida, bien sabía yo por qué, aparentemente sin más datos que la luctuosa noticia en primera plana. Nada de aquello debería haber pasado si el inspector Peláez, ilustre licenciado en farmacia, hubiera hecho la vista gorda: tal vez los de la Ponderosa no deberían haber soltado seis especímenes antes de echar el veneno, o quizá no deberían haber dejado pasar una semana antes de echar el veneno; pero, sobre todo, de haber untado convenientemente al señor Peláez antes de la visita, es muy probable que este señor aún estuviera disfrutando de una merecida jubilación. Empero las cosas vienen como vienen. Y tal y como vinieron entonces, se fueron, y a los pocos meses regresó doña Nicolasa, mas solo de visita, pues parecía que la taberna en Nicosia iba viento en popa, 

El bar donde tomé el café esta mañana sigue funcionando invariablemente como la tapadera de la Ponderosa, sin que Nicodemo sepa que don Nicomedes lleva años codeándose con gerifaltes napolitanos, desde poco después de jubilarse legalmente como autónomo, pues en la práctica sigue operando con la Ponderosa sin que su hijo lo sepa. Es más, el pobre Nicodemo, que a buenazo no le gana nadie, nunca sabrá cómo su padre puede permitirse tanto viajecito —¡no puede ser por el Imserso!—, jamás se enterará del dineral que podría heredar, porque, fundamentalmente, ni lo olerá, pues la continuidad de la empresa (la de verdad, la gran empresa) estará en manos de su hermana Nicoleta, mucho más avispada y sin escrúpulos, quien conoce los tejemanejes de sus padres desde bien chiquita, cuando estos comprendieron que había salido a ellos. Simplemente, lo sé. Entre otras cosas, me pagan por saberlo, y cada mañana tomo el café para supervisar que la oveja blanca sigue como siempre, en Babia, aunque el negocio del bar ya solo representa un símbolo en el emporio familiar de las ovejas negras, padre, madre e hija. Conozco la historia desde dentro, por supuesto. Si alguna vez la Oveja Blanca cesa su actividad, no tardando mucho, Nicodemo, el ignorante, se verá solo y desasistido sin saber cómo ni por qué. Carecer de historias le ha vuelto vulnerable.