Fue tal la soledad y el vacío que sintió cuando ella se marchó que le pareció que su cuerpo, henchido hasta entonces, perdía todo su aire y se arrugaba de manera angustiosa, haciéndose pequeño e insignificante.
Desde que la conoció tuvo la convicción de que era ella la que hacía brotar de él toda la creatividad que creía poseer, como si una musa de cuento le hubiera tocado con su gracia.
Durante el tiempo que duró la relación de ambos, de sus manos habían nacido multitud de piezas musicales, había compuesto de manera impulsiva creando un catálogo de obras ingente, casi desmesurado. Sus partituras se caracterizaban por dotar de una infrecuente hermosura a los patrones fríos de la vanguardia. Partiendo de esbozos creados en el piano, el resultado final se había destacado como obras de referencia que habían seducido, sin duda, a gran parte de la crítica y al público aficionado y, a él, le habían colocado en lo más alto del pedestal de la música contemporánea.
A pesar de sus éxitos, siempre había tenido una más que profunda certeza de que él no poseía ninguna cualidad artística y que había sido ella la que había convertido sus impulsos e inquietudes en verdaderas obras de arte. En su interior, se sentía a sí mismo como un fraude, como una mentira musical, un sentimiento que se incrementaba ahora, tras el abandono de ella, en forma de un sufrimiento absolutamente insoportable para su afligido espíritu.
Durante varias semanas trató de amortiguar el dolor dedicando su tiempo a las relaciones sociales, algo que, pese a formar parte habitual de su vida profesional, nunca le había aportado ninguna satisfacción. Alternó fiestas, fáciles de conseguir, y noches sin control, que nunca faltaban, con citas esporádicas con mucha de la gente que, dada su popularidad, sentía admiración por él. Lo importante era llenar su tiempo con elementos ajenos a sus cercanos recuerdos para no sentir que no era el tiempo, sino su alma, la que se había quedado vacía.
Cuando hubo pasado un mes desde que se quedó solo, una mañana, que pesaba culpable y resacosa en sus sienes, levantó la tapa del piano y acercó un dedo a una de las teclas. Notó cómo un sudor frío comenzaba a empaparle la espalda y cómo palpitaba su miedo temblando por no sentir ninguna inspiración con el sonido que produjera al pulsarla.
Pese a sus temores, a su miedo cerval que le inquietaba haciéndole cerrar los ojos hasta el dolor, hizo un esfuerzo de voluntad y bajó el dedo casi con furia para apretar la tecla, al tiempo que una gota se deslizaba de su frente y caía, humedeciéndola, sobre su mano.
A sus oídos, la pulsión produjo un sonido opaco, sucio, apagado y sin brillo. Ni siquiera supo distinguir la nota que había sonado. Su desasosiego fue tal que cerró la tapa de golpe y salió de casa corriendo a buscar algo de consuelo en el exterior con el fin de no pensar en lo que acababa de experimentar, tratando de que ese momento desapareciera de su memoria.
Vagó por la ciudad, abotargado y sin rumbo, tomando direcciones aleatorias según llegaba a un punto u otro. Su espalda estaba empapada de un sudor que se había quedado frío y le congelaba hasta hacerle tiritar, aunque no podía saber si era el frío o el miedo interno que sentía su alma. Mientras, su cabeza no cesaba de dar vueltas a un sonido que se repetía y repetía sin cesar, esa nota horrenda que acababa de oír cuando tocó la tecla del piano. No podía dejar de escuchar su timbre antimusical y estrambótico, que zumbaba como el molesto vuelo de un moscardón. Era un sonido obsesivo, que sonaba una y otra vez, y una vez más, cada vez más alto, más insistente, más cercano.
Cuando sintió el topetazo, descubrió con un escalofrío, que duró un instante ínfimo y eterno, que lo que llevaba oyendo hacía rato eran los cláxones de los coches de la avenida por la que, de manera alocada, se había puesto a caminar.