La pandemia del Covid-22 no solo ha trastocado nuestras vidas sino que ha sembrado en mucha gente obsesiones como la que comenté en otro cuento. Me refiero a la que ha atacado a mi amiga María Posa sobre la identidad de La Llorona de la canción de Chavela Vargas. Tan absorta está en esto la tía, que ha abandonado sus largos paseos por el Mercado Central, catedral de los sentidos, y anda encerrada en su torre de huesos —el marfil es ilegal— investigando quién es esa Llorona a la que invocan con tal sentimiento las voces poderosas de la Vargas y de otras mujeres de rompe y rasga, o las dulces y sentidas como la de Ángela Aguilar.
Desde que acabó el estado de alarma y se ha reanudado tímidamente la actividad de los cines con la mitad del aforo, entrada electrónica y mil precauciones higiénicas, ansiaba yo ver películas en butaca, a oscuras y en pantalla grande, cuando hete aquí que me entero de que en las salas Argento de mi ciudad proyectan la última película sobre La Llorona, que ni una servidora ni casi nadie vio en el momento de su estreno. El corazón me dio un vuelco solidario y sororal: me faltó tiempo para llamar a María para invitarla a que fuéramos a verla. Se puso muy contenta. En el cúmulo de información de todo pelaje que había reunido sobre la figura mexicana, le faltaba por examinar ese film, del que solo tenía una copia digital pirata de calidad pésima, que había dejado por imposible de momento. Ahora podía recuperarla. Mientras conversábamos, podía oírse de fondo por Youtube la voz tierna de Ángela Aguilar. Hasta reconstruí la estrofa que cantaba, una de mis favoritas:
«Salías de un templo un día, Llorona,
Cuando al pasar yo te vi,
Hermoso huipil llevabas, Llorona,
Que la Virgen te creí.»
¡Impresionante!
—¿No paras, eh, Mariposa… ¿Sabes ya quién demonios es La Llorona? —pregunté a mi amiga por el videoteléfono con la sonrisa del necio pintada en mi rostro.
—No es tan fácil como parece —protestó—. La canción encierra un misterio muy profundo que no está al alcance de todos.
—Bueno, no te enfades. A lo mejor la película te da alguna pista —aventuré, perseverando en la majadería.
—Lo dudo. A juzgar por lo que he leído sobre ella y el tráiler que he visto, debe de ser un rollo, pero yo también tengo ganas de ir al cine. ¿Se puede circular ya en autobús?
—Pues claro, pero no te preocupes, yo te recojo con la moto.
El tráfico era muy escaso porque la gente aún no se había acostumbrado a la semilibertad del fin del estado de alarma y solo salía a lo imprescindible. Se veían peatones paseando a sus perros y niños tirando de sus padres, muchas bicis de reparto de comidas a domicilio y algunas colas ante las instituciones de caridad, donde proporcionaban a los indigentes aceite de girasol, saquitos de arroz y latas de conservas. Los bares permanecían cerrados, y aún no era hora de botellones clandestinos. Me había costado un huevo conseguir las entradas, porque la aplicación me pedía miles de contraseñas de las que yo ni me acordaba, y no digamos María Posa, Mariposa de las tumbas según nuestro amigo Santos Losada, que suele tener la cabeza en el Hades y en el Olimpo más que en la nube digital donde guardan sus cosas los modernos.
El Argento estaba medio desierto. En el gran hall de la entrada, una pareja de empleados de uniforme nos miró de arriba abajo, nos tomó la temperatura en la muñeca con termómetros de infrarrojos y nos informó de que, según las entradas que les presentamos, no convivíamos y de que, por lo tanto, nuestros sitios no eran contiguos ni siquiera con una butaca entre medias. Al parecer, en términos epidemiológicos, no pertenecíamos a la misma burbuja social.
—Pero oiga, vamos juntas —protesté—. Somos amigas. Yo misma he sacado las localidades para las dos.
—Lo sentimos mucho, pero es el protocolo —dijo el guaperas que acababa de lanzarme su destello rojo junto a la correa del reloj.
—¿Y no nos las podrían cambiar? Total, las salas parecen vacías. No se ve a un alma —dije señalando a un monitor que las mostraba. Solo una borrosa figura blanca parecía dudar entre los números de las butacas de la sala C.
—No, señora, no se puede. Una de ustedes está en la fila seis y la otra en la nueve, separadas por el pasillo. No están lejos una de otra. No se quiten las mascarillas en el interior ni salgan antes de que se enciendan las luces. No hay servicio de bebidas en la barra ni en las máquinas expendedoras.
En efecto, el puesto de las palomitas y los refrescos, siempre bullicioso y animado por los gritos de la chiquillería, estaba cerrado a cal y canto con las persianas metálicas rojas echadas. En la gran sala C, que resultó ser la nuestra, sólo vimos al entrar a una pareja de sesentones, se conoce que convivientes como mandaba el protocolo, porque estaban sentados juntos. Yo dije a María:
—Ahora nos ponemos donde nos dé la gana, hija, por eso no he querido insistir.
—De eso nada —replicó Mariposa, que era una anarquista de orden, incapaz de saltarse una sola norma o recomendación de la Autoridad—, ¿para qué están los controles? ¿Y en definitiva qué más nos da? Las localidades son buenas, así que cada una a la suya. No quiero que el primer día que salgo algún uniformado, sea acomodador o segurata, me saque los colores. Además, no te quites la mascarilla, ya has oído a los de la puerta.
—Pero si estamos solas en esta inmensidad…—repliqué haciendo ademán de quitármela.
—¡Que no te la quites, coño!
Las palabras de mi amiga eran siempre órdenes porque solía tener razón, sobre todo si las rubricaba con una interjección malsonante. Me situé en la fila que me correspondía y dejé que ella volara a la suya. La película me interesó al principio, más que nada por la brasa que me había dado María sobre la santísima Llorona por videoconferencia todos los días durante el confinamiento. Pero me quedé frita tras el primer susto del film, que consistió en la irrupción de un espantajo disfrazado de novia difunta de Halloween, con las cuencas de los ojos pintadas de negro simulando el vacío y los iris amarillos, como mandan los cánones del maquillaje fantástico más cutre. Quizá la película no tuvo toda la culpa de que me durmiera. El gel hidroalcóholico barato que nos habían dispensado los tipos de la puerta me había atontado como cuando inhalas pegamento.
Mi siesta duró hasta cinco minutos antes de que acabara aquel infierno audiovisual de llantos, sollozos, carreras por pasillos con cámara al hombro, amenazas fuera de campo y niños espeluznados. Tuve tiempo de ver a la monstrua desactivarse por razones de tiempo y formato del film, y venirse abajo con el tórax atravesado con una cruz de madera como si fuera una vampira de la Hammer. Luego se deshizo en el aire gracias a unos efectos especiales por ordenador de lo más irrisorio. No es mi intención hacer spoilers, pero es que hay poco más, y lo mismo da saberlo que no.
Cuando las luces se encendieron, pude ver que a los cuatro espectadores del comienzo, incluidas nosotras, se había añadido una joven con dos niños en las primeras filas, y al darme la vuelta, allá en la lejanía de la fila veinte, una figura blancuzca, con velo, mascarilla y túnica, como una improbable monja o dama musulmana. «Por fin encontró esa vieja loca su butaca», pensé recordando haberla visto en el monitor de la puerta. Al reunirme con María me costó no poco calmar la ira de mi amiga, que había visto y oído toda la película sin perder detalle de su proyección ni de su abyección. Estaba colérica como solo puede estarlo un científico apasionado por su proyecto, si sus contrincantes le corrigen con argumentos idiotas.
—Últimamente los americanos, cuando se ponen a hacer cine fantástico para quinceañeros, corrompen todo lo que tocan, como las arpías —iba comentando por las soledades del vestíbulo en voz un poco más alta de lo normal, que en ella indicaba una fuerte y creciente irritación—. Esto es una vergüenza. Llevo semanas investigando en la cultura azteca hasta los cimientos de los teocalli, y ahora me sale James Wan y los tarados de sus guionistas con que La Llorona es una ogresa del siglo XVII. Ya has visto que hasta le han puesto fecha en el prólogo: ¡1673, qué morro! Mata a sus hijos por la infidelidad de su marido, y va a por más a lo largo del tiempo, concretamente tres siglos más tarde, hasta acosar en 1973 a los niños de una asistente social viuda de un policía. ¿A ti qué te ha parecido?
—Yo no me he enterado de gran cosa. Me he dormido. Por lo que me cuentas, no vale nada. O sea, que no te ha servido para lo tuyo… —respondí con un encogimiento de hombros—. Quizá esperabas demasiado, tía, que tú con la Llorona te ciegas porque te metes demasiado en la canción mexicana, y a lo mejor hay que buscar por otros lados.
—Esto de producir nuevos monstruos a cual más lerdo es vergonzoso —continuó sin hacerme puñetero caso—. ¡Que si Annabel, que si la Monja, que si niñas terroríficas…, que si payasos diabólicos, y ahora nada menos que La Llorona! ¡Con lo bien que estábamos con los zombis! Al menos servían para recordarnos que el planeta ya no puede soportarnos y se dispone a hacernos la vida imposible con una especie aun peor que la nuestra! ¡Estas otras chorradas medio góticas, con cruces y curas, solo sirven para divertir a los palomiteros gamberretes de este barrio de pijos, con sus pesicolas y sus burbujeos con las pajitas y los vasitos! Y ahora ni eso, porque ni pajitas, ni palomitas, ni refrescos tóxicos… Directamente al botellón. Si bien se mira, hacen bien no viniendo al cine a ver adefesios como este, ya ven bastantes en sus pantallitas, en las series y en los videojuegos.
No era cosa de discutir con ella sobre lo mucho que habíamos disfrutado del buen cine de terror de James Wan con Insidious o Expediente Warren, pero en lo de La Llorona tenía razón. Verdaderamente, era una idiotez, serie zeta, como si hubieran querido crear un nuevo monstruo y les hubiera salido un espantajo. Había que reconocer que aquella película era una tomadura de pelo, sobre todo para los fans del cine de Wan y —si los hubiere— del misterioso canto de Chavela. En este no había monstruo alguno; en realidad era un poema dirigido a una auxiliadora sobrenatural, a quien una voz de mujer se dirigía suplicante:
«Ay de mí Llorona, Llorona, Llorona de azul celeste,
Aunque la vida me cueste, Llorona
No dejaré de quererte!»
Por si fuera poco, ni siquiera podíamos ir al baño, porque por razones de seguridad había que salir por la puerta de incendios, que daba directamente a la calle y, si acaso, volver a entrar en el edificio por la principal enseñando el ticket. Yo lo necesitaba perentoriamente, pero aquel entrar y salir me parecía incómodo, casi truculento. ¿Tenían que controlar de nuevo las entradas y tomarnos la temperatura para subir a los lavabos? Mi vejiga no lo iba a soportar.
Una empleada pizpireta a la que preguntamos nos dijo que no nos preocupáramos, que ella misma nos acompañaría y luego podíamos salir fácilmente por las mismas escaleras. ¡Qué chachi! Pero en ese momento sonó su móvil, le cambió la carita de amable a enamorada, se enfrascó en su conversación, abandonándonos. La muy fementida nos indicó con la mano por dónde acceder a nuestro destino. Era un ascensor. La joven, plantada como un árbol y sin dejar de hablar, nos mostró tres dedos. Había que subir al tercer piso, sin duda.
Aquella puerta y aquel ascensor eran pura cochambre, no parecían del cine Argento, que estaba recién restaurado y resplandecía con colores blanco y malva. Daba miedo meterse en aquel montacargas del año de la gripe española, que parecía un féretro bocarriba, pero yo necesitaba llegar a un lavabo, así estuviera en los infiernos. Pulsé el roñoso botón y estuvo subiendo con extraños ruidos y meneos. Se detuvo con un largo «puff», como las puertas de un autobús, y hubo que abrir la suya empujando con el hombro porque estaba medio atascada. La escasa luz de neón del pasillo que se extendió ante nuestra vista nos dejó ver una encrucijada que pedía a gritos el sacrificio de un perro negro a Hécate.
—Será a la izquierda —dijo la Mariposa Nocturna—. Ya sabes, cuando uno pregunta en Italia por cualquier cosa, siempre te responden: «tutto diritto e dopo a sinistra».
El método es infalible y entonces lo demostró una vez más. Una puerta pintada de blanco sucio mostraba dos figuritas, una de ellas con un triángulo a modo de falda, y el rótulo «Toilettes». Entramos. A la izquierda había varias puertas, todas con un folio pegado con celo en el que habían escrito a mano con rotulador: «Fuera de servicio», menos una. La asalté como si no hubiera un mañana, y meé tanto que fue como si Alcmena hubiera roto aguas antes de parir a Hércules. Desde el cubículo oía canturrear a María el estribillo de la Llorona, pero cuando acabé y me arreglé la ropa se había hecho un silencio de tumba. Abrí tan apresurada y torpemente que me rompí una uña. Mi amiga no estaba a la vista. La llamé, por si se había metido en otro de los lavabos haciendo caso omiso de la prohibición, lo cual no era propio de ella. De hecho nadie me contestó. El neón parpadeaba cantarín como si fuera a apagarse. Una cucaracha de tamaño familiar se paseaba renqueando sobre un espejo cuarteado situado sobre un lavabo mierdoso.
—Mariposa, Mari, ¿dónde coño estás? —clamé desesperada.
A lo mejor había salido y me esperaba en la puerta. Pero la puerta estaba ocupada por una figura alta que yo había entrevisto ya en la sala al encenderse las luces. Vestía de blanco sucio con brillos. La mascarilla y la sombra de un velo le tapaban la cara. Era como si no tuviera rostro, pero allá en la negrura de sus órbitas brillaban unos ojos amarillos que parecían tener luz propia como semáforos en ámbar. En mi barrio había una parecida, pero vestía de negro riguroso y con azabaches. Solía frecuentar la farmacia y los multicines y para mí era una figura entrañable.
—¿Ha visto usted a mi amiga, una chica como yo, pero de azul y con un bolso negro? —pregunté a la gigantona. Volvió la cabeza y clavó en los míos sus sangrientos ojillos de oro.
—No. Esto es un laberinto —dijo con voz ronca—. No sabe usted lo que me ha costado llegar hasta aquí. ¿Les ha gustado la película? A mí me ha parecido un poco lenta.
Se inclinó hacia el espejo roto de la cucaracha, que había desaparecido en alguna rendija y, sacando de su bolso de marca falsificada un lápiz de labios rojo hígado, se los pintó sin respetar su dibujo. Entonces vi agarrados a su sucia falda dos niños empapados de agua, que un parpadeo del neón, al cambiar de sitio las sombras, borró enseguida. Todo aquello debían de ser más bien retazos del sueño hidroalcohólico o quizá ectoplasmas segregados por mi amiga. Esta tenía la rara facultad, se diría que vampírica, de provocar contagios espirituales en gente sensible. Seguir la corriente, como hacía yo, a aquella Mariposa Ascalapha comportaba no pocos peligros, perfectamente compatibles con mi modo de ser. Luego se me ocurrió algo que me pareció superlativo: fragmentos del film se habían metido en mi sesera aprovechando mi abandono. No era la primera vez que en un cine, adormilada, creaba una película o más bien fragmentos diferentes de lo que transcurría en la pantalla.
La vieja loca había desaparecido dejando en el aire una estela de violetas marchitas.
—¿Dónde te metes? —preguntó mi amiga saliendo del retrete donde acababa de estar yo.
—No me he movido de aquí, María. No te encontraba. He preguntado hace un momento a la señora de blanco que estaba antes en la sala con nosotras, pero no te ha visto.
—¿La señora de blanco? ¿Qué señora de blanco?
Desde que mi amiga era presa de la manía por la Llorona, en mi caso no era rara la visión parpadeante de formas blanquecinas que surgían de rincones oscuros. Duraban un instante y era plausible que su motivo fuese que mis gafas se empañaran por culpa del vaho de la mascarilla, pero como dijo Platón, «¿quién sabe?». La salida fue fácil, por unas estrechas y empinadas escaleras, pues por suerte no habíamos encontrado el ascensor. Lloviznaba. Maldije haber llevado la moto y, en general, aquella escapada a ver La Llorona en pantalla grande.