La llamada

Escalofríos

 

El pasado viernes estaba aburrido.

No me apetecía nada de lo que la televisión me ofrecía y había pasado no sé cuánto tiempo navegando por redes sociales y otros lugares de internet mirando, prácticamente sin ver, la multitud de imágenes idiotas y frases recurrentes y facilonas que pueblan hasta la extenuación esos espacios virtuales.

Había renunciado, más por pereza que por reflexión, a acompañar a Aurora a la presentación de una novela en la librería más moderna de la ciudad. A la vez, varios de nuestros amigos habían asistido a un concierto benéfico para apoyar no sé qué causa solidaria, algo que tampoco me sedujo lo suficiente como para molestarme en salir de casa.

Hastiado de no hacer nada y harto de dar vueltas por las tediosas pantallas y del frigo al sofá, busqué en la agenda del teléfono por si alguien de quienes tenía registrados pudiera ser bueno para sacarme del tremendo marasmo en el que me encontraba.

Pero nada. Ni Pepe ni Juan, a quienes no llamaba desde hacía años, eran buenas opciones. Quizás ni los teléfonos que tenía apuntados fueran actuales. Tampoco merecía la pena llamar a Marga, con quien no acabé muy bien tras liarme con Aurora y que, seguro, ni me descolgaría el teléfono.

Alberto había muerto en un accidente de tráfico hacía más de un año –tengo que actualizar la agenda– y con Felipe no me apetecía encontrarme y aguantar otra vez sus monotemáticas disertaciones acerca del “fantástico hecho de ser padres”. Algún nombre ni me sonaba y la mayoría de los restantes o eran de trabajos por los que había pasado o amigos de otras épocas con los que ya no tenía relación alguna.

Estaba aburrido. Mucho. Y con el teléfono en la mano.

De repente, se me ocurrió una idea tonta que me hizo sonreír: llamarme a mí mismo, marcar mi propio número de teléfono para contestarme y, dado que nadie me conoce mejor que yo, darme ideas a mí mismo para salir del aburrimiento.

Ya entonces me daba cuenta de que era una estupidez provocada por el desangelado estado anímico que me tenía abotagado. Habría hecho cualquier sandez para tener una mínima sensación de pasar un rato con algo que pudiera contarle con cierto interés a Aurora.

“Seguro que no da señal”, pensé sobre la retorcida llamada que me disponía a hacer, ya con el irreprimible deseo de hacerla y el convencimiento de que era lo que más me interesaba en el mundo. Me provocaba la idea de que, como a nadie se le ocurriría la idiotez de llamarse a sí mismo, un inesperado resultado podría ser algo divertido para contar a los demás cuando nos reuniéramos y así superarme de nuevo con mi fama de inventar ocurrencias originales.

Regodeándome en esa idea, en que la llamada me sorprendiera, cogí el teléfono y marqué mi propio número.

“¡Da señal!”, exclamé excitado mientras escuchaba los tonos de llamada.

Repentinamente, se cortó, lo que me defraudó bastante… pese a que era lo que, en realidad, estaba esperando.

Pero no me di por vencido. Desarrollando la estupidez –no hay nada como pensar en una tontería para que otra venga a sustituirla-, pensé que si me llamaba a mí mismo, no solo tendría que marcar el número, sino también debería responder a la llamada. ¡Uf! ¡Qué disparate! O llamo o contesto. ¿Podría hacer las dos cosas? Me estaba haciendo un lío, lo que, por otro lado, resultaba bastante más interesante que el estado de aburrimiento anterior.

Quise intentarlo de nuevo. Volví a marcar mi número y, una vez escuché el tono de llamada, separé el móvil de mi oreja y observé lo que ocurría en la pantalla. Aparecía un aviso de llamada entrante con un número rarísimo lleno de códigos extraños y, lo más importante, con la opción de contestar. Moví el botón de descolgar y acerqué el teléfono a la oreja.

-¿Dígame? –dijo una voz que, aunque familiar, no conseguí reconocer.

Me quedé sin habla, mudo, sin nada que decir. Como en ningún momento había esperado que nadie respondiera, no había preparado ninguna posible conversación.

-¿Diga? ¿Quién es? –insistió la voz.

-Hola –titubeé -¿Quién eres?

-Yo soy yo… ¿y tú? –contestó el extraño al otro lado del teléfono, con un poco de burla en la entonación y un retintín que yo mismo habría podido utilizar. Envalentonado con el tono burlesco, contesté.

–Pues… puede que yo sea tú.

–Si tú eres yo, ¿dónde estoy? –respondió ágil la voz, que cada vez reconocía más como la mía en la forma de entonar y de modular las palabras.

No sé qué pasó por mi cabeza en ese momento, pero noté un escalofrío recorriendo mi cuerpo. Corté la llamada y tiré el teléfono sobre el sofá como si estuviera sujetando algo que quemase.

Cuánto tiempo estuve mirando el móvil, congelado, estupefacto, seguro que con expresión de estupidez… no lo puedo saber, pero fue un rato largo. No sé bien si sentí miedo o inquietud, pero estaba casi al punto de la risa histérica, de soltar un grito de sorpresa y de descargar la tensión dando golpes a lo que fuera. No hice nada de eso. Me senté en una silla, alejado del sofá donde se hallaba el teléfono, con las manos sobre mis rodillas y la mirada perdida en dirección al espacio más vacío de la pared.

-No –exclamé al rato en voz alta. –No puede ser. Habrá sido un error, una casualidad. Surrealista, increíble, sí, pero no puede ser más que una casualidad.

Traté de tranquilizarme recurriendo a tareas casi mecánicas como recoger las latas vacías de la cerveza que había tomado, arreglar un poco el escaso desorden de la cocina y encender el televisor de nuevo para que alguien me contara cosas que no me interesaban en absoluto. En ningún momento miré al teléfono, como si fuera algo peligroso. Y de vez en cuando susurraba un NO como queriendo, con esa negativa, apartar de mi cabeza la experiencia que acababa de vivir.

Parece que funcionó. La infalible capacidad de la televisión para mitigar cualquier reflexión embobeciendo la mente me sirvió para relajarme y dejar a un lado la inquietud. Me reí con un tonto programa de humor y llegué a sentirme interesado con los comentarios de un debate político, insustancial y repetitivo hasta el extremo.

-¡Riiiiiinnnnggggggg! –sonó el teléfono. Me dio un susto tremendo. ¡Maldito timbre! Siempre pienso en cambiarlo por un tono más suave pero lo olvido una y otra vez. Lento, temeroso y casi de puntillas fui acercándome al sofá para ver el teléfono y quién llamaba.

Era Aurora. Quería informarme de que, tras la presentación del libro, iba a tomar algo con algunos de los asistentes y que no la esperara a cenar. Respiré aliviado.

Los días siguientes transcurrieron rutinarios, sin nada fuera de lo común y con las habituales actividades laborales y lúdicas que solían llenar mi vida y la de Aurora.

Ni siquiera recordé la llamada inquietante que me había hecho a mí mismo. No la referí a nadie. Se me había olvidado.

Pero toda perturbación aletargada tiende a despertarse de nuevo.

Ayer, revisando la configuración del teléfono, haciendo limpieza de cosas inútiles y descargando al ordenador las muchas fotos que tenía, recordé de nuevo la llamada.

Como suele ocurrir, en cuanto el bicho despierta, es casi imposible detenerlo… y volvió a apetecerme repetir la experiencia. Entonces estaba con Aurora y, simulando que era algo muy original, le relaté a grandes rasgos mi vivencia telefónica y le propuse que lo probáramos de nuevo.

Me miró, como a veces hace, como a un perfecto estúpido, como a un adulto que se comporta de forma infantil. Y no es que ella sea aburrida, sino que, como ha repetido hasta la saciedad, está harta de las “idioteces tan habituales entre los tíos cuando se juntan en grupo con unas cervezas de más”.

–¡Que no! En serio. No se trata de nada de la cuadrilla. No es nada del bar. Me pasó de verdad el otro día –le expliqué algo vehemente.

Incrédula, me dio su permiso para volver a hacerlo, aunque su sonrisa demostraba que estaba esperando a que fracasase para burlarse de mí.

-¿Hola? –dije al descolgar. -¿Eres yo?

-¿Está contigo Aurora? –me espetó la voz al otro lado de la línea. –Pásame con ella.

Me pilló de improviso. ¿Cómo podía saber que Aurora estaba conmigo? Aunque, si era verdad lo que estaba pasando, quien me hablaba era yo mismo…

-Quiere hablar contigo…

Aurora cogió el teléfono con gesto de que no la iba a pillar en la broma. Contestó y escuchó. Y, para mi sorpresa –una más– se dirigió a la cocina con mi teléfono a continuar la conversación con más intimidad. ¡Con más intimidad! ¿Qué pasó? ¿No era yo quien llamaba? ¿Por qué me dejo a un lado para… hablar conmigo?

¡No! Todo esto es absurdo. No tiene ninguna lógica. Menos aún cuando, tras finalizar la llamada y devolverme el móvil, me dijo que iba a ver al interlocutor al día siguiente, que se había citado con quien había respondido a la llamada que me había hecho a mí mismo, que iba a verle… ¿a verme?… al día siguiente…

O sea, hoy.

Y aún estoy esperando a que vuelva.

Pero sé que no va a volver.

No sé qué o de qué pudieron hablar Aurora y mi otro yo, pero sé que algo desconcertante le ha tenido que decir… ¿le he dicho?

¡Es absurdo! ¡Es ridículo! No consigo entender nada. Ella se ha ido con mi otro yo… conmigo. Me ha abandonado, lo sé. ¿Qué tendrá el otro que no tenga yo?