Un punto de luz en el tejido del universo, una gota de sudor cuántico a punto de secarse, una conciencia sin corazón, azul, sobre gamuza empapada de llanto y noche.
Cuando subimos a la balsa, venía con nosotros una virgen, no en el sentido estricto de la palabra, pero sí tan inmaculada como la esposa de José de Nazaret en el año cero de la cristiandad. Nidala no era la esposa de un carpintero, se había pasado dos años en Libia, entre los traficantes de seres humanos. La habían violado tantas veces que, los mismos médicos que certificaron que era estéril, dijeron que podía haber albergado un nido de ratas, pero no un bebé en sus entrañas. Tenía tantas enfermedades venéreas que nadie se acercaba a ella desde hacía meses. Hasta los degenerados que no distinguían el culo de una gallina de los labios de una mujer la dejaban en paz. La conocí trabajando en los campos de adormidera del norte de Libia, esperando una oportunidad para embarcar. El único momento en que pudo quedar embarazada en los últimos ocho meses fue aquella noche en la que nos asaltó una tropa de sombras que no tenían nada de celestiales, y nos violaron a todas.
Cuando faltaban dos semanas para el nacimiento, nos metieron en una balsa grande junto a otras cincuenta personas y nos lanzaron a un mar encrespado. Solo quienes teníamos acceso a la guirnalda que la bordeaba podíamos sujetarnos. Me había sentado a popa, y cuando la balsa levantaba vertiginosamente la proa hacia el cielo, Nidala me aplastaba, mientras que tenía que sujetarla entre las piernas cuando iniciábamos el descenso de una ola y encarábamos la negra profundidad del mar. En el peor momento, cuando apenas podía sostener, no ya su peso, sino el de las personas que se echaban sobre nosotras, se puso de parto.
Mientras estaba dando a luz, en medio del rugido del mar y los gritos del aterrorizado pasaje, el flanco de proa cedió. Quienes estaban delante cayeron al agua y, con ellos, una veintena de hombres, mujeres y niños que se estaban jugando la vida para escapar de la esclavitud a la que se habían abocado cuando decidieron iniciar aquel viaje. El espacio desocupado en la balsa, lejos de ayudar, hizo que los supervivientes se deslizaran de un lado a otro sobre la superficie inundada. Con cada golpe de mar, me acometía un grupo de náufragos atrapados en aquel miserable palmo de agua. Ninguno tenía fuerzas para agarrarse a mí o a la cuerda que liberaban los que habían ido cayendo al mar. Supe que la niña había nacido porque un relámpago me permitió ver su cuerpo flotando milagrosamente dentro de la balsa. No podía soltarme, así que tuve que esperar a otro vaivén para sacarle a la madre la cabeza del agua, coger a la niña con la mano libre y cortar el cordón umbilical con los dientes.
Lo que sucedió a continuación apenas lo recuerdo, la niña hizo una cabriola y se evadió contoneando su resbaladizo cuerpo. No tuve tiempo de buscarla, pues una ola excepcionalmente grande le dio la vuelta a la balsa. Solo tres personas conseguimos mantenernos unidas a ella. Nidala había desaparecido. Fuimos rescatados al día siguiente por la Armada italiana, que se había hecho eco de las llamadas de socorro unas doce horas después del naufragio. Cuando subimos al guardacostas, nos dijeron que, el día anterior, una niña, que había sido encontrada por unos pescadores que aseguraban haberla visto andando sobre las aguas, refirió nuestra situación. Y que no preguntó por su madre Nidala, sino por mí, la princesa que la había visto nacer entre los campos de adormidera. Nunca le había contado a nadie mis orígenes, porque mi tribu estaba siendo perseguida y exterminada en mi país de origen, Somalia. Aquella niña, que tenía unos tres años y hablaba perfectamente italiano, pidió ver al prefecto, dijo que no quería ir a un centro de acogida, ni que la relacionaran con ninguna iglesia, que sabía cosas que solo podía comunicar a una autoridad y que quería que yo la acompañara.
Por eso estoy aquí ahora, porque si ha nacido un nuevo Cristo en el cuerpo de una mujer, como representante de un pueblo que vive entre las estrellas, es porque ha venido a poner fecha a nuestra extinción, y no habrá belleza ni amor que detenga el fin de este proyecto.
Pies pequeños de color caramelo sobre el azul del mar, de una niña dulce que camina sobre las aguas mientras el sol relame desde el horizonte el útero terrestre y, con su avance, el tiempo se detiene.