Regresé a los treinta años de mi muerte. La casa, vieja, sin aquella mano de pintura que nunca pudimos dar; los libros sepultados por el polvo; los muebles, devorados por la carcoma. Ni rastro de los míos. Mi mujer, enterrada lejos, en el sur seco y amarillo. Mis dos hijos, a los que tanto quise, irremisiblemente borrados, sin pistas para saber qué habrá sido de ellos. Subo y bajo escaleras, cojo el ascensor, recorro el inmenso garaje, paseo por la acera, pero no conozco a nadie, no queda nadie de aquel tiempo. Y no puedo preguntar a esa gente extraña, porque no me oyen y, quizá, ni me ven. No debí volver.