Una noche fui con Nerea a beber un mojito en el Coco Rico de la calle del Pecado; en Sitges, la fiesta siempre empieza en la noche alegre de esa calle. Mientras escuchábamos música caribeña, le pregunté a Nerea por qué a esa calle la llaman con ese nombre pecaminoso si la placa dice ser la calle 1 de Mayo de 1838; ella me explicó que esa calle ha tenido tres nombres: 1 de Mayo de 1838 (antes y después de la dictadura); Dos de Mayo (durante la dictadura) y el nombre popular de calle del Pecado.
Nerea es de Sitges y sabe muchas historias de esa calle; me dijo que el nombre popular se debe a Miquel Utrillo (hijo), periodista y promotor artístico, y a Antonio Morató, propietario del local Las Vegas; un día los dos estaban en la mesa exterior de un bar de esa calle bebiendo y cantando y los vecinos y la autoridad les reprendieron por cantar en la vía pública; era la época del tardofranquismo; ellos preguntaron si era pecado cantar; la pregunta hizo fortuna entre la gente de Sitges y desde entonces se la conoce como la calle del Pecado.
Nerea también me explicó que la novela El día que murió Marilyn, de Terenci Moix, empieza en Sitges y habla de esa calle; el escritor cuenta que Bruno Quadreny paseaba por las calles de Sitges recordando los años en los que pasó en la villa y de repente se sintió atacado por el ambiente de la calle Dos de Mayo: «… me sentí torturado por un nuevo latigazo de luz: boutiques y bares y snacks y restaurantes y grills y rubios y morenas y desnudos y medio vestidos y discos chillones y macarras y afiliados a la cofradía de Sodoma y dandis y bohemios y chinos y sombreros de paja y pendientes op y pantorrillas y estómagos y lamés y joyas: en esto se había convertido aquella calle Dos de Mayo».
Según Nerea, la gente ha asociado la vida nocturna de ocio de los bares y discotecas de esa calle con la idea de vida viciosa, sin embargo, para ella, es un lugar divertido por las noches y le gusta disfrutarlo bebiendo y bailando con las amistades. Por la calle pasean grupos de amigos, parejas, sujetos que quieren ligar o hacer amigos, mirones que observan el morbo del ambiente; a la gente, le gusta entrar y salir de los bares; escuchar música estridente; la calle es tan conocida que por ella transitan personas de todos los continentes.
Al terminar la carrera de psiquiatría, quedé estresado por el esfuerzo en los estudios y los trabajos finales y Nerea me sugirió, para sobreponerme, trabajar de barman en verano por la noche en un local de la calle del Pecado de un amigo suyo; yo, para olvidarme de los estudios y de la universidad, acepté la sugerencia.
Trabajar de barman en esa calle es agotador, no paras de servir cócteles, como la caipiriña, el mojito y la piña colada. Cuando se calma el ambiente, puedes hablar un poco con sujetos que están en el bar. Recuerdo a un profesor de literatura de una universidad de París que buscaba pareja de verano; me recitaba versos de Baudelaire y de Rimbaud; recuerdo también a un ruso con tatuajes en el cuello y los brazos que vendía estupefacientes por las noches; gracias a mis conocimientos de medicina, ayudé a más de un cliente a recuperarse del mal trago por la mezcla del alcohol con el hachís.
En el bar conocí también a una mujer rubia, tostada por el sol, cuatro años mayor que yo: Elisabet Codony. Le sorprendió que el barman que le servía los mojitos fuera licenciado en psiquiatría. Se obsesionó conmigo y me esperaba en la calle hasta que yo terminaba de trabajar. Tenía una mansión en la urbanización Terramar con dos sirvientas y un vigilante de seguridad. Muchas noches dormí con ella en su mansión y coitamos; Elisabet Codony me confesó que admiraba a Erzsébet Báthory, condesa húngara que vivió en el siglo XVI y que utilizaba la sangre de las sirvientas y pupilas para mantenerse joven, estaba obsesionada por la belleza.
Una noche, entre sonrisas, Elisabet me dijo que le gustaría bañarse con mi sangre, como hacia la condesa con la sangre de sus pupilas; yo le sonreí, me pareció una ocurrencia divertida de una mujer con muchos recursos imaginativos, pero la siguiente noche, mientras ella estaba en el baño, vi en un cajón de la mesita de noche dos cuchillos, una navaja larga, unas manillas, unas jeringas, unas agujas desechables, un producto anestésico y benzodiazepina; fue la primera vez que, de verdad, temí por mi vida; al regresar ella, copulamos repetidas veces, como de costumbre, pero aquella noche no pude conciliar el sueño al pensar en las armas blancas y las sustancias que causan la pérdida de conciencia que vi en el cajón de la mesita.
Al día siguiente busqué información sobre la condesa Erzsébet Báthory y descubrí que es la mujer con más asesinatos cometidos en la historia. Su vida fue llevada a la pantalla por Jorge Grau en Ceremonia sangrienta (1973) y por Walerian Borowczyk en Cuentos inmorales (1974); unos años antes Julio Cortázar habló de ella en su experimental 62/Modelo para matar (1968).
A pesar de mis estudios de psiquiatría, yo no comprendía la admiración de Elisabet Codony por la condesa sanguinaria y quise preguntárselo, pero ella ya no fue al bar ninguna noche más; al acabar el verano, me marché de Sitges y busqué trabajo de psiquiatra en centros hospitalarios de la comunidad.
Al cabo de un tiempo pisé de nuevo la calle del Pecado para celebrar, con Nerea y otras amistades, la obtención de una plaza de psiquiatra interino en un hospital del Garraf. Aquella noche bebimos cócteles de piña colada con olor a coco que nos llevó de golpe al Caribe y, para mi sorpresa, vi entrar en la discoteca a Elisabet Codony; nos saludamos y estuvimos juntos todo el tiempo; me mordisqueaba el cuello suavemente y me susurraba al oído que pasáramos el resto de la noche copulando en su mansión de Terramar; yo acepté la invitación sin los temores del verano porque mis neuronas, cuando están ebrias, quieren cruzar los límites y descubrir más cosas de las psiques vampíricas y sanguinarias.