En la playa y a esas horas, los restos traídos por la marea alta apenas dejaban ver la arena. Abundaban las botellas de plástico, de las que poco provecho se obtiene. Sin embargo, siempre se encontraba algo de valor, aunque fuera escaso. Por ejemplo, las dos ruedas de coche y la trona pintada de azul, de madera apolillada, desaparecieron de la playa antes del mediodía. Aquello que pudiera ser reparado iba a parar al mercado del domingo, el de los miserables chamarileros que vivían medio escondidos en el bosque. La joya del día quedó medio disimulada, debajo de una piedra, en el agua, muy cerca de la orilla. Era una botella de gaseosa con el tapón herrumbrado. Dentro había un trozo de papel, la encontró un jubilado durante el paseo matinal. Le costó abrir el tapón, pero con la ayuda de su camisa y de toda la fuerza que su artrosis le permitía, consiguió despegar la podrida goma del tapón.
La botella fue echada al mar en A Pobra do Caramiñal, Galicia, el 5 de agosto de 1960. Firmaba Francisca Pousa y decía así:
A Pepín. ¿Te parecen poco mis dieciocho años y mi buen porte? Pensaba que me querías, pero te fuiste ayer sin decirme ni pío. Yo te quería Pepín, pero eres un apocado y contigo no se va a ninguna parte. Me marcho a Barcelona con tu primo Miguel. Si me quieres encontrar ya sabes dónde, pero date prisa que como tardes mucho tu primo me preña y nos casamos.
Era una hoja cuadriculada, de cuaderno escolar. El final del texto llevaba su firma y una foto, tamaño carnet, pegada. Se apreciaba la timidez adolescente en su sonrisa, una mueca forzada en el rostro aniñado y unos preciosos ojos oscuros, como la melena, repeinada con artificio, quizás con la intención de aparentar más edad.
La fecha del hallazgo fue el siete de octubre de 2014, en la playa de Osprey de la Isla Gran Turca. Joseph Pertierra –en realidad, José Foz– de setenta y cuatro años, paseaba a Valle, su perro mastín, recogido diez años antes frente a la Iglesia de Santa María, en Cockburn Town, donde lo había visto rondando en busca de amo. Lo bautizó con el nombre de Valle en honor a su paisano, Valle Inclán, de quien se sentía muy orgulloso, aunque no hubiera leído jamás nada de él.
La mañana del siete de octubre, en cuanto atisbó la botella, supo de inmediato que era para él. Una corazonada, según explicó a los periodistas que lo entrevistaron para la televisión gallega.
El papel había sido doblado en cuatro pliegues y, aunque amarillento y envejecido después de tantos años de travesía oceánica, la caligrafía y la foto de Francisca le parecieron recientes, de ayer mismo. Estaba tal como la recordaba. Durante unos segundos, después de leer el mensaje, Joseph Pertierra miró –sin ver– el horizonte, luego, volvió a la foto y la besó con mucho sentimiento.
—Valle, se acuerda de mí.
Francisca fue el primer amor, la única mujer en su cabeza. Claro que nunca se atrevió a declararle su amor cuando vivía en el pueblo, jamás la olvidó. Quiso hacer fortuna para regresar y pedirle que se casara con él, y aunque ya no era posible lo primero y mucho menos lo segundo, se sentía feliz y agradecido. Tenía la prueba física de que ella también le quería, ahí estaba para demostrarlo la botella de gaseosa. Cincuenta y cuatro años más tarde el mensaje había llegado a su destinatario. Que Francisca ocupara un nicho del cementerio de Montjuïc, en Barcelona, era un detalle sin importancia.