La antiparábola del hijo pródigo

AntiBiblia

Hubo un tiempo en el que un viejo pastor trashumante se había convertido en un venerable patriarca con un patrimonio superior a dos mil cabezas de ganado. Este pastor tenía dos hijos ya en edad adulta, que vivían de colaborar en la faena familiar del cuidado y tránsito del ganado. Viendo el provecto patriarca cómo sus días se acercaban al ocaso, propuso a sus hijos la posibilidad de heredar en vida.

Lisardo, el hijo mayor, declinó la propuesta y declaró su intención de acompañar a su padre hasta el final, tal y como venía haciendo hasta ahora.

Sin embargo, Nemesio, el hijo menor, vio con buenos ojos la propuesta de su progenitor y exigió que le fuera entregada un tercio de la cabaña con tal de hacer fortuna por su cuenta en alguna otra comarca. El patriarca, un poco en contra de su corazón, tuvo que mantener su palabra y accedió. Al día siguiente Nemesio partió del valle acompañado de cientos de cabezas de ganado, mientras su padre y hermano lo contemplaban desde la nostalgia y una cierta incomprensión.

Nemesio llegó al cabo de unos días a una tierra fértil, en lo alto de un cerro, que era rayana con una ciudad de tamaño medio.

«Éste puede ser un buen lugar para iniciar mi propio linaje y patrimonio», pensó.

Pero poco tardó el joven pastor en sucumbir a la curiosidad, y una tarde, después de dejar el ganado estabulado, decidió bajar a la ciudad llevando consigo una bolsa con las monedas de oro que su padre le había dejado también a modo de herencia.

En la ciudad, Nemesio descubrió los placeres del vino y las mujeres tabernarias. Embriagado de tantos placeres terrenales despertó al alba, acurrucado en una esquina, con un mareo colosal en su cabeza.

«¿Dónde estoy?» fue lo primero que su nebulosa mente fue capaz de hilvanar

Cuando se incorporó, descubrió que tenía un bulto en la parte trasera de la cabeza, tiznado de briznas de sangre reseca. Su bolsa de monedas había desparecido, dejando jirones de cuero en el cinturón donde la ceñía. Alguien había aprovechado su éxtasis embriagador para robarle.

Ofuscado, volvió como pudo hasta la parte de arriba del cerro. Las cercas de madera que había armado para estabular a los animales habían sido derribadas, y no quedaba ya cabeza alguna de ganado que contar. La noche es una buena aliada para los amigos de cabañas ajenas.

Desolado, hambriento y con un harapo sucio como única pertenencia, caminó mendigando durante días hasta regresar a su aldea natal. Allí fue recogido a duras penas por el patriarca y por Lisardo, que al principio no pudieron reconocer a ese Ecce Homo en sus andrajos. Una vez adecentado y alimentado, repararon en que era Nemesio a quien habían salvado de una muerte segura.

Alarmados, pero aliviados al mismo tiempo, preguntaron al joven pastor qué había sucedido.

Nemesio, educado en los valores nobles y humildes de los pastores ancestrales, relató la cruda realidad: fue presa de los placeres embriagadores de la carne y el corazón más bajo, y ello le causó la ruina. Había dilapidado la parte de la herencia que su padre había tardado más de cuarenta años en acumular. Se sentía apesadumbrado y arrepentido por ello y, tembloroso, suplicó poder regresar a su vida anterior como si nada.

Lisardo reaccionó con una instantánea indignación. Miró a su padre con gesto zaherido y le conminó a rechazar la propuesta de su pérfido hermano menor, ya que ello supondría un agravio comparativo con respecto a él, amén de una humillación para todo el clan.

El viejo patriarca dejó ir un lento suspiro, se sentó sobre una roca y, apoyándose en su bastón de cedro, les espetó:

«Mirad: he estado a punto de perder a uno de mis hijos, lo más valioso y querido que puedo tener. Gracias a Dios he conseguido volver a verlo con vida, he podido sanar sus heridas y volver a acogerlo. Estoy dichoso por ello. Pero me toca las narices lo que ha hecho. Ahora mismo le soltaría un soplamocos que la cabeza le daría vueltas hasta cantar bingo. Pero es mi hijo, sangre de mi sangre, y no haré eso. Tampoco lo voy a volver a acoger como si nada y darle de nuevo cientos de reses. Te he salvado, y podrás vivir con nosotros, pero te va a tocar pringar durante un tiempo hasta que madures y seas capaz de volver a esa ciudad y pasar de largo las tabernas, como si no existieran. Mientras tanto, vas a limpiar purines y ayudar en los partos de las cabras. Y tú, Lisardo, mira: yo estaré viejo y todavía soy el patriarca, así que no me toques lo que no suena porque sé perfectamente que tienes razón, pero eso en todo caso lo diré yo. Así que más te vale que vayas amistando con Nemesio porque cuando yo estire la pata te vas a tener que entender con él para seguir con este clan adelante».

Acto seguido, ambos hermanos volvieron a sus tareas, abnegados y lamentándose de lo perra que es la vida.

El patriarca, mientras tanto, regresó a su tienda nómada, se acurrucó tiernamente junto a su parienta, le comentó la jugada, acordaron en lo capullos que era su prole y, finalmente, extendieron una gran manta de alpaca sobre sus cuerpos para echar un polvete a su manera provecta.