El conserje comenzó hacia las cinco de la tarde a colocar las sillas para la Junta de Propietarios convocada a las siete y media. La reunión se tenía que hacer, como todos los años, en uno de los patios interiores del edificio, que contaba con casi mil habitantes. A pesar del número excesivo de habitantes el conserje colocaría solamente unas cincuenta sillas y era probable que no se llenaran todas, aunque a veces sí se llenaban y algunos vecinos permanecían de pie mientras se trataba el punto del orden del día que les concernía. Luego se marchaban porque, como es sabido, las reuniones de Junta son un horror y lo más importante es siempre saber qué hay de lo mío, que suele ser alguna reparación.
Hacía tres años que las reuniones las convocaba el presidente el mes de febrero con la esperanza, vana, de que el frío impeliera a los propietarios a ser breves y poder así acabar en un par de horas como mucho.
Finalizada la colocación, el conserje volvió a sus quehaceres, que consistían en sentarse en su cubículo y hacer ver que vigilaba quién entraba y salía de la casa: contestar las preguntas de algún visitante que no recordaba el piso al que iba y recoger algún pipi de perro que se le escapaba al can de turno cuyo dueño o dueña había tenido demasiadas horas encerrado. En la reunión de vecinos que ya no tardaría en comenzar este último sería uno de los temas más discutidos a pesar de no figurar en el orden del día.
La primera en bajar fue una señora joven cuya verborrea temían todos los vecinos porque era capaz de hablar retorciendo los argumentos de modo que no se le entendiera nada, lo que les irritaba sobremanera. Ella, que era Ph.D, es decir, doctora, en Derecho o algo parecido, consideraba una ofensa que no se le entendieran sus argumentos y a veces se levantaba de la reunión y se iba, cosa que todo el mundo agradecía.
Después, poco a poco, se fueron llenando las sillas. Bajó el empleado del ayuntamiento, que esperaba que el presidente dijera algo equivocado para soltar una retahíla de normas legales para presumir de sus conocimientos. Después la madame que tenía un prostíbulo en el centro de la ciudad y a veces alojaba en su piso a señoritas de muy buen ver que revolucionaban a los caballeros que bajaban a la reunión de vecinos con la esperanza de que alguna de esas féminas les acompañara, cosa que no había pasado nunca pero ya se sabe que la esperanza es lo último que se pierde. Bajó también la vecina del ático que había tenido dos niños en dos años y estaba embarazada del tercero como si ella sola quisiera acabar con el problema de la natalidad en el país.
Y así fueron bajando otros vecinos hasta casi ocupar todas las sillas. Como siempre, algunas quedaron vacías, pues no parecía haber problemas.
A la hora prevista, el presidente, acompañado del administrador y el secretario, abrió la sesión explicando el balance de gastos y el presupuesto para el año siguiente. En ese momento comenzaron las hostilidades. El fotógrafo consideraba que la subida de cuotas era excesiva; la viuda del guardia civil dijo que la pensión no le daba para tanto gasto; el aparejador no entendía por qué había que subirle el sueldo a los conserjes y las señoras de la limpieza; el vecino del cuarto primera dijo que encima había que pagar una derrama para hacer la ITE, que eso les había pillado desprevenidos.
La discusión fue subiendo de tono hasta que un vecino de los pisos altos dijo que los perros se meaban en su alfombrilla y que eso había que perseguirlo penalmente a ser posible, que no podía ser que los perros fueran sueltos por la casa. Se organizó una nueva discusión con la barahúnda correspondiente.
Entonces se oyó un ruido como de un saco de patatas contra el suelo. Era Mandolín, que se había tirado desde el quinto piso dejando las gafas en el alféizar, no se fueran a romper.
Pasado el susto se aprobaron todos los puntos del orden del día sin discusión.