–Ni se te ocurra pisar la raya. Si lo haces, pierdes.
Recuerda María esa frase siempre que se pone a fregar los platos. Debe haber un mecanismo inconsciente en su cerebro que pone en relación sucesos de la infancia con la tarea repetitiva y tediosa de enjabonar y aclarar platos y vasos en el fregadero. Cuestión de conexión neuronal. Un flashback proustiano que le trae al presente vivencias del ayer. Y casi siempre acude a su mente esa frase que Merceditas le decía cuando ambas jugaban a la rayuela.
Y el mismo cuidado con el que ponía los cinco sentidos para jugar correctamente, lo empleaba ahora para las tareas cotidianas. En casa y en el trabajo. Paso a paso. Casilla a casilla. Sin salirse del camino ni pisar donde no debía. El juego de la infancia. Un adiestramiento necesario. De la Tierra al Cielo en nueve movimientos, sin saltarse ninguna casilla. Orden y disciplina ante todo. El juego de la vida. El mismo cuidado ponía en atender a los nenes en la escuela que en enjabonar, aclarar y colocar cada cosa en su sitio y dejarlo todo recogido. Como debía ser, como esperaban todos de ella. Una buena maestra, una estupenda esposa, una excelente madre.
Uno, dos, tres, cuatro…
Las cuentas en la pizarra, la comida preparada, la ropa planchada. Cada cosa en su sitio.
Cinco, seis, siete…
Los niños que van o que vienen del cole. El marido que llega del trabajo con pocas ganas de conversar. La cena a tiempo. Y recoger todo antes de irse a la cama. Agradecimientos, ninguno. Hasta malos modos a veces.
ocho, nueve…
-Ni se te ocurra pisar la raya. Si lo haces, pierdes.
De pequeña tenía mucho cuidado. Procuraba no contravenir las normas ni en casa ni en la escuela. Tampoco en el juego. Aprendiendo que la vida son normas y sacrificio. Y cada uno debe ocupar la casilla que le corresponde en cada momento.
El día en que decidió dar el paso decisivo y pisar la raya y mandarlo todo al carajo, María comprendió que en la vida podía haber otros juegos.