Mientras ella sorbe ruidosamente su té, él la contempla en silencio. Sus ojos vagan hacia la repisa colgada a su espalda, donde está expuesto el horrendo recuerdo que ella se empeñó en traer de su última escapada juntos: una reproducción moldeada en un material imitación al bronce de un barco pesquero con todos sus artes y aparejos y hasta un diminuto marinero sobre la cubierta, en ademán de lanzar al mar una casi invisible boya. Suspira con aburrimiento y le da la vuelta a la siguiente carta del solitario que se extiende ante él. «Y venga a salirme ases, con la falta que me hace un rey». Y, para colmo, el fuerte olor de los nardos —a ella le apasionan— que emana del jarrón sobre la mesa le está provocando un intensísimo dolor de cabeza. Con una mueca de asco, ojea con rencor el ramo de tétricas flores de cementerio, tan frescas y lozanas, menos dos, que se descuelgan mustias y podridas, convertidas en guiñapos de aspecto sucio y limoso. «Como nosotros, como nuestro matrimonio ajado y ruinoso; ya no puedo soportarlo más».
Ella se le ha quedado mirando y pregunta con su desagradable voz:
—¿En qué piensas?
SOLUCIÓN: Te voy a asesinar.