Jardines urbanos

Mercado Central

 

Despojada de los abetos navideños como esqueletos de paraguas entreabiertos, de alambre y lucecitas, la ciudad respira a pleno pulmón, sin más problemas que los de costumbre: los turistas siguen comiendo bocadillos aceitosos en las escaleras del Mercado Central, los mendigos profesionales de las plazas, con sus mascotas que lo ponen todo perdido, continúan cansinamente con sus puestas en escena, los mimos han vuelto llenos de arte, los gamberretes pijos de la Gran Vía revientan las películas de terror porque su sentido de la diversión no da más de sí… Tranquilidad absoluta, pues. Paz. Amada rutina. Los bailarines de swing han vuelto a la plaza del doctor Collado los domingos por la mañana. ¡Qué gozo da verlos!

En la lejanía, sin embargo, se dibujan nubes ahora casi invisibles, que pronto llegarán hasta nosotros y dentro de un mes empezarán a descargar más luces, más fanfarrias, petardos, aceites recalentados y mensajes machistas en monumentos efímeros, curvilíneos y azulados. Es el ciclo de la vida artificial, como hay ciclos en la naturaleza. No me quejo, como no se queja el puma de la rotación de las estaciones: es el eterno retorno, me digo encogiéndome de hombros como me enseñó mi gurú Mari Carmen. «Mariposa —me ha dicho muchas veces—, no aletees en vano por fastidio. Guarda tus energías para el vuelo.» ¡Qué mona!

Alentada por la política de floreo en las aceras, propiciada por el ayuntamiento y por alguien que me regaló un ramo de rosas negras con motivo del premio Ataúd de Ébano de narrativa, una servidora se ha hecho de momento cultivadora urbana. No hablo de comprar o alquilar una miniparcela en la huerta de ciertos tramos del cinturón metropolitano, que antes fueron huertas de verdad, como hacen algunos conocidos míos. No me veo poniéndome a sembrar y recoger los fines de semana tomates, habiéndolos tan espectaculares —rosados del Perelló y azules de Andalucía— en el Mercado Central, ni tampoco perejil, que me regalan las pescaderas con tanto cariño y sal, ni lechugas: las compro biológicas, limpias y cortadas en Vegansa o en Ecovit. Algunos amigos míos lo han hecho y les va bien. Cada uno mata el tiempo y la angustia como puede…

No, yo no cultivo hortalizas, sino flores, ramas, esparraguera, eucaliptos. Pero no tengo jardín —el sueño de mi vida, una vez lo tuve y fui feliz— y criar plantas en macetas es engorroso. Si se te va la mano con el agua, riegas demasiado, salen las típulas de sus larvas y te llevas buenos sustos cuando las ves mirándote fijamente con sus ojos redondos y tontorrones. Así que he llenado mi estudio de flores y plantas muertas, quiero decir cortadas. Las he puesto en búcaros de cristal tallado y en unos floreritos azules de cristal sueco que compré en el duty free del aeropuerto de Estocolmo, para las de tallo corto —cortar sí sé, tengo unas tijeras de jardín cojonudas—. El altarcito de Buda lo llené al principio de claveles, pero no pegaban y, a falta de nenúfares, me he inclinado por los crisantemos. Parece que a estos el santo los tolera. Unas varas de orquídeas de invernadero, tan encantadoras que parecen artificiales, me dieron una idea: ¿por qué no juntar flores de seda con las naturales, para hacerlas cundir más? Ahora esto es el paraíso.

Así que estoy rodeada de flores —aunque guillotinadas—, ramilletes de tela y mucho arte para la mezcla. No huelen a nada. Si enciendo un bastoncillo de incienso tibetano de Mystic Topaz, el aire se llena de fragantes lejanías, cofres con telas preciosas y piras de cadáveres de soldados cremados en Vietnam. A las rosas vivas, que pongo en un jarrón de cristal rubí de Bohemia, que compré en Praga, no acompaño con ningún relleno. Ellas solas y su belleza están ahí, ante mi vista, casi insolentes, más aterciopeladas que el terciopelo. En la floristería me dan unos sobrecitos con polvos conservantes para echar en el agua, pero en mi casa siempre hemos usado aspirinas y últimamente Frenadol, que las mantiene frescas durante mucho tiempo.

Minimalismo consolatorio, diréis. Y yo os digo: andad, hombres y mujeres de poca fe; id a una casa rural en pleno campo a pasar penalidades y dejadme a mí con mis inocentes combinaciones de lo natural y lo artificial.