Alfred Hitchcock dictaminó que había que evitar las películas con niños, con perros o con Charles Laughton. Por su parte, Laugton construyó su único film como director —The Night of the Hunter, 1955— sobre las espaldas de dos niños que huyen de un pavoroso asesino. Jack Clayton, otro grandísimo director británico, insinuó en sus películas que los niños son los auténticos catalizadores del drama de los adultos. Y es que los niños —sostiene Clayton— no son tan inocentes como los pintan.
En su segundo film —Suspense (1961)—, los dos niños protagonistas parecen encantadores, pero su sola presencia acelera el ritmo cardiaco de los adultos. El título original del film fue, precisamente The innocents, y está basado en la novela de Henry James Otra vuelta de tuerca. La película cuenta cómo la señorita Giddens —la institutriz encargada de educar a los niños en una apartada mansión rural— se enfrenta a las fuerzas misteriosas que emergen del lugar. Tanto la novela como la película pueden verse como un cuento de fantasmas (los antiguos criados, muertos hace tiempo, ejercen un dominio maligno sobre los niños) o como la narración del progresivo desequilibrio mental de la institutriz, incapaz de distinguir entre hechos y alucinaciones.
Flora, la niña de la historia, en el punto álgido de la función, gritará obscenidades que solo pudo haber aprendido de gargantas más curtidas. Por su parte, Miles, el niño más tierno que pueda imaginarse, excitará los sentidos de la institutriz con su mirada, la besará en los labios y despertará en ella un aluvión de deseos inconfesables. En una secuencia central de la película, Miles recitará, a la luz de las velas y ataviado como un príncipe de cuento de hadas, un siniestro poema en el que, literalmente, reclamará el regreso de su señor desde la tumba. El contraste entre la aparente ingenuidad infantil y sus malsanas palabras sacudirá la deleble salud mental de la institutriz.
¿Qué debo cantarle a mi señor desde mi ventana? ¿Qué debo cantarle para que mi señor no se quede? ¿Qué debo cantar para que mi señor no lo escuche? ¿A dónde iré cuando mi señor se haya ido? ¿A quién he de amar cuando salga la luna? Ha muerto mi señor y la tumba es su prisión. ¿Qué debo decir cuando mi señor venga a llamarme? ¿Qué debo decir cuando llame a mi puerta? ¿Qué debo decir cuando sus pies entren suavemente, dejando las huellas de su tumba en mi suelo? ¡Entra mi señor! ¡Sal de tu prisión! Sal de tu tumba, porque la luna ya ha salido. Bienvenido, mi señor.
Nada hubiera cambiado en la solitaria mansión rural sin el fermento de los niños. Los fantasmas, de haberlos habido, no tendrían la envergadura de los niños de carne y hueso.
En 1964, Jack Clayton rodó otro largometraje con niños. Este no fue un film de terror, aunque genera una angustia comparable. En España se tituló Siempre estoy sola y cuenta cómo los hijos de una mujer que se ha casado tres veces amargan el último matrimonio de su madre, cuyo marido no puede soportar tanta algarabía. La recua de chiquillos a los que tienen que atender procede de los matrimonios anteriores y del suyo propio. Pero son demasiados. Siempre estoy sola es una película desasosegante. Ella es bella, aunque un tanto alocada y depresiva. Los niños son encantadores, en apariencia. El marido es inteligente, creativo y muy trabajador. Por ese motivo huye de casa siempre que puede y se pierde en los brazos de sus amantes. Nada pinta bien en aquella familia y, una vez más, el detonante de la tragedia son los niños.
Esa predilección de Jack Clayton por subrayar el potencial revulsivo de los niños continuó con Our Mother’s House (1967). Aquí se tituló A las nueve cada noche y es una película de suspense, con un argumento demoledor. Cuando, tras una larga enfermedad, muere la madre, los siete hermanos Hook la entierran en el jardín, para evitar ser separados y enviados a distintos orfanatos. Cada noche se reúnen en el cobertizo para leer la Biblia y «hablar con mamá». Una de las hermanas mayores adopta el papel de médium y, a través de ella, mamá les organiza la vida, tratando de mantener las rutinas diarias como si tal cosa.
La idea funciona relativamente bien hasta que aparece en escena el supuesto padre de las criaturas: un adulto irresponsable, mujeriego y bebedor, que consigue ensombrecer, todavía más, la vida de la troupe. Sin embargo, el desenlace lo protagonizarán los niños, capaces de ejecutar cualquier acción fatal sin que se les despeinen las coletas.
Tras El gran Gatsby (1974) —una película romántica e intrascendente—, Jack Clayton permaneció en silencio durante nueve años. Solo entonces decidió rodar su última película con niños: El carnaval de las tinieblas (1983), basada en una novela de Ray Bradbury. No se trata de una película infantil, aunque la produjo la Disney y sus protagonistas son dos amigos de diez años. En la película, los chavales espían la actividad de unos misteriosos feriantes que se han instalado en las afueras del pueblo. Parece una película de aventuras, pero es de terror. En este caso, el terrorífico mensaje se dirige al espectador adulto: la vida es un cúmulo de frustraciones, sueños incumplidos y expectativas infelices. Un mensaje escalofriante y veraz.
El diablo, que es el propietario de la feria, roba el alma de las personas descontentas, la gente soñadora e insaciable. Para ese tipo de personas no hay salida cuando, buscando lo que les falta, entran en el laberinto de los espejos, montan en el tiovivo infernal o atienden a las palabras del misterioso Mr. Dark:
Ven. Nosotros descansaremos tus huesos, calmaremos tu sed. Te haremos olvidar una vida de oportunidades perdidas, camas vacías y años desperdiciados. Ven, y permite que esa felicidad que traes sea tan eterna que pierda su significado.
El carnaval de las tinieblas nos recuerda que tras el otoño de la vida, llega el invierno, y, luego, la enfermedad y la muerte. Inevitable. Mientras tanto hay que aprender a convivir con los malos recuerdos y a reprimir los deseos imposibles. Los niños de la película parecen saberlo. Han visto funcionar el tiovivo mágico y conocen las funestas intenciones de su propietario. Para encarar con dignidad la vejez y la muerte —sostiene Clayton en su película— hay que haber hecho las paces con el mundo y saber valorar lo poco o mucho que se posee. No deja de ser irónico que semejante moraleja provenga de la actividad aventurera de un par de chavales que, inocentes o no, catalizan la historia.
En las películas de Jack Clayton, los niños nos abren los ojos y nos enseñan a mirar. No son del todo ingenuos. Clayton hizo una película más —otro film romántico e intrascendente (La solitaria pasión de Judith Hearne, 1987)— y murió en 1995.