Cuando salió del vientre de su madre, Isolda era tan velluda que la partera exclamó: «¡Por Dios! ¡Parece una monita!».
Madre e hija comprendieron, con el paso de los años, el augurio funesto agazapado en el grito de la comadre.
Muy pronto, durante la primera juventud, Isolda descubrió que poseía una rara habilidad adivinatoria. A los trece años predijo la muerte de su gato Arturito con cuatro días de antelación y la del canario de su vecina, Lancelot, con dos.
Así como otros hubieran hecho gala de su don, fanfarroneado o sacado negocio, Isolda lo lamentaba con amargura. Se dio cuenta de que algún día predeciría su propia muerte y eso sería lo mismo que morir dos veces. Porque nunca erró en sus videncias: cuando comunicó la muerte de Julio Iglesias y la prensa no lo corroboró, ella supo a ciencia cierta que el cantante permanecía vivo contra natura, posiblemente zombificado.
Para apartarse de esa faceta de su ser, Isolda decidió estudiar ingeniería de puentes y caminos, disciplina que, por su rigor matemático y racionalismo extremo, supuso que la alejaría de las iluminaciones sobrenaturales que tanto la fastidiaban.
Se graduó con buenas notas y enseguida consiguió un puesto en el Ministerio de Obras Públicas, ocupación que la llevó, a los veintisiete años, a San Ferriol d’Entremón, en donde se hizo cargo de la variante de la carretera comarcal con todas sus rotondas y peraltes.
Nada más llegar a San Ferriol se hospedó en la Fonda Roldán, regentada por Ermessenda Cardelús. El romance entre ambas, pasional y casi salvaje, surgió enseguida. Tan volcánico fue el idilio que todo el pueblo pudo percibirlo. Y durante muchos días no se hablaba de otra cosa en San Ferriol, ya que la gobernanta del hotelito, amén de casada con Geroni Despuig i Bilbeny, poeta[1], ensayista y veterinario, era la amante canónica de don Enrique Barret, diácono emérito de la parroquia.
El escándalo llegó a oídas del Ministerio, cuyo secretario ejecutivo decidió tomar cartas en el asunto. Isolda fue destinada ipso facto a Bioko (antigua Fernando Poo), donde el ministro acababa de firmar un convenio de cooperación.
Una vez en la isla, sola y abochornada, Isolda recayó en sus videncias mortales, que ahora le llegaban como una ola, en un torrente incontenible como jamás había experimentado. En Bioko podía saber cuándo morirían incluso las plantas y los insectos que se cruzaba en sus andares melancólicos. Quizás el trópico, el contacto con los rituales nativos y blasfemos o la desnudez de los cuerpos habían desbocado el lado espiritual de la ingeniera desterrada.
Un buen día supo que debía prepararse. Contra todo pronóstico, y contra lo que siempre temió, ese conocimiento la dejó indiferente. Se dispuso al tránsito con método y con calma, guiada por los consejos del Libro del Buen Morir. La tarde indicada por la videncia, Isolda se fue hasta las afueras de Basupu dando un paseo. Eligió la sombra bajo un sicomoro, se tumbó con la espalda en la tierra roja y puso los brazos en cruz. Ladeó la cabeza hacia oriente, es decir, hacia Jerusalén. Suspiró.
Si hubiese mirado a occidente quizás hubiese visto cómo se acercaba el autobús interurbano por la carretera de Basupu a Malabo que ella misma había diseñado, entre dos hileras de sicomoros.
[1] Obras de Geroni Despuig, según el Catálogo de Escritores provinciales:
—Despuig i Bilbeny, G. Autoedición, 1974. Donceles blancos, negros manteles. Poemario.
—Despuig, G. Ediciones Diaconales, 1984. Refutación de la doctrina abrahamita con tres argumentos, dos de ellos brillantes y el otro en soneto.