Ismail ha muerto

La sombra liberada

Cualquier persona capaz de sentir verdadero dolor es capaz de hacer el bien.

Harriet Beecher Stowe


Quería escribir un cuento de Navidad, pero llegué a fin de año sin conseguirlo. Cuando me disponía a olvidar mi propósito, me llegó un mensaje: Ismail ha muerto.

Fui maestro de un niño llamado Ismail, alumno de Primero A, cuando estaba en el colegio que lleva el nombre de un poeta catalán de la postguerra, un poeta oscuro y medio loco. Es uno de esos escritores a quien ya nadie cita ni recuerda. Nadie en aquella escuela ha leído jamás un solo verso del poeta. El nombre del poeta era un nombre seguido de un apellido y nada más. Si el nombre hubiese sido Juan y el apellido García, habría dado lo mismo. Nada. Solo era un lugar de trabajo.

La relación del poeta con la ciudad es coyuntural: el poeta, barcelonés, se casó con una cuentista nacida en esta población del Vallès. Se exiliaron a México en 1939. El hijo que tuvieron es profesor de antropología en el DF y no quiere saber nada de Cataluña. Haces bien, hijo.

Leí el mensaje en donde me comunicaban la muerte de Ismail y lloré. Lloré sin consuelo, de repente, desgarrado por un dolor inconsolable. Recordé al niño, de grandes ojos tristes, y lamenté las veces en que le había reprobado, quizás le castigué sin patio alguna vez. Me atormentaba haber sido severo con un niño que iba a morir tan pronto. Luego busqué en mi memoria las cosas buenas que hice por él, y encontré cabos sueltos en donde asirme, y terminé por sentenciar que sí, que fui bueno con él. Quizás me engañé para justificarme, quizás me inventé escenas de bondad. Asalté mi memoria para saquearla y sustituirla por recuerdos falsos. Le solicité al diablo que me diese otros recuerdos. Lloré y escribí y bajé al bazar paquistaní y me compré una botella de vino tinto. Todo lo que sirva para olvidar será bienvenido.

Me asomé al balcón. Los nubarrones se habían abierto y vi la media luna. Y eso me llevó a pensar en los musulmanes. Pensé de nuevo en Ismail.

Más tardé bajé al supermercado. Ya había oscurecido. De repente, bajo una farola, una voz me llama: ¡Luis! Es la madre de Ismail. Ismail está a su lado. Dentro de un abrigo marrón de tierra y con sus ojos grandotes. Saludo a la madre y toco la cabeza de Ismail, ese pelo tan rizado que parece tejido. Todo parece real, pero eso no me convence: podría ser fruto del engaño de mis sentidos o de un dios malicioso. Entonces, como salido de la nada, aparece el hermano mayor de Ismail sentado en el respaldo del banco que hay tras ella. Lo reconozco vagamente. Les pregunto algo educado. Busco una respuesta que delate su condición de fantasma sin delatar mi idiotez. Sin embargo, todo parece normal. El niño parece vivo y corpóreo. La luz de la farola proyecta su sombra. La mirada de la madre es natural, neutra. Se alegra de verme y nada más.

El Ismail muerto debe ser otro. Debió haber un Ismail de Primero B, me digo, debe ser eso. Y ese otro Ismail muerto me calma por un tiempo, me llena de tranquilidad. El Ismail muerto es otro, un desconocido o un olvidado. Me lo repito con alegría: ¡se trata de un error! De repente me doy cuenta de algo horrendo: me estoy alegrando de la muerte de un niño, de otro niño.

Sin embargo, creo que ya tengo mi cuento. El cuento trata del falso Ismail y de su falsa muerte, de cómo me ayudó el anuncio de su muerte a buscar en donde fui bueno, donde fui comprensivo, humano, humano, humano. Con él o con el otro, que está vivo, vivo y con esos ojos abiertos que esperan algo de nosotros. El cuento está por escribir, pero trata de lo que le contaré al Ismail vivo, ese niño que está vivo y crece en una Cataluña pálida pero también buena, a veces. Algunas veces.

Tengo mi cuento sobre los dos Ismailes, el vivo y el muerto. Solo debo ponerme a escribir.