En mi ejercicio profesional de arquitecto he tenido que enfrentarme a proyectos muy diversos; la mayoría de los encargos han sido de empresas, edificios de oficinas, entidades públicas y muy pocos de clientes particulares. En estos últimos casos la experiencia ha sido más bien negativa, no por el resultado arquitectónico en sí, sino por el proceso de acercamiento al proyecto.
Con el cliente particular tienes que hablar y llegar a conocer demasiados detalles íntimos de su forma de habitar una casa, pero lo peor no son las intimidades físicas, sino las manías que el cliente te va confesando empleando rodeos.
El cliente particular te informa de su manera de vivir y te dice cuáles son sus deseos. Todos quieren aparentar, y te piden que diseñes su casa para poder simular más de lo que son: más ricos, más glamurosos, más cultos, más educados, más solidarios.
Poco se preocupan por la arquitectura, por la buena construcción o por las instalaciones.
Muchos rechazan soluciones constructivas racionales, prefiriendo otras menos eficaces, pero que ellos consideran más suntuosas.
El dialogo empieza con el repaso de las necesidades funcionales y acaba en una cascada de exigencias presuntuosas y petulantes. El cliente antepone lo ficticio, lo resultón, lo afectado y lo postizo a la calidad de los materiales y de la buena construcción, incluso a costa del confort. Se empeñan en imponer la chifladura del alto standing.
Y como si de un psicólogo o confesor se tratara, entre diseño y diseño, tienes que escuchar las opiniones del cliente particular que te dice cómo vive, cómo se comporta la pareja, la tía o la hija.
No voy a decir que encuentre más sencillez y nobleza en los materiales que en la mayoría de las personas, pero casi siempre acabas arrepintiéndote de conocer demasiado la intimidad del cliente particular.