Dije que no sabría cómo hacerlo sin chafar a los que no hayan presenciado el final de la película y me temo que compruebo ahora que es verdad. Así pues, quien no haya visto Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu, Céline Sciamma, 2019), si no tolera que se le desvelen secretos de la trama de las películas antes de verlas, que abandone esta lectura, aunque eso vaya fatal para los intereses de La Charca Literaria y míos. ¡Ahora que un despistado lector acababa precisamente de entrar por aquí, lo ahuyento! Nunca llegaré –llegaremos– a tener ingresos económicos confortables con la cosa literaria.
Se trata en este caso de confesar haber (casi) llorado al captar el gran sentimiento amoroso que puede intuirse a través de la observación de unos pocos detalles. O, mejor, relatar el estallido producido por algún engranaje interior al ver en la película cómo la pintora repara en un par de detalles que hablan de una comunión imborrable con su amante.
Situemos un poco, ya puestos a reventarlo todo, el argumento de la película:
Francia, 1770. Marianne, una pintora, recibe un encargo que consiste en realizar el retrato de bodas de Héloïse, una joven de buena familia que acaba de dejar el convento y tiene serias dudas respecto a su próximo matrimonio. Marianne tiene que retratarla sin su conocimiento, por lo que se dedica a investigarla a diario. Aproximadamente así está escrita la sinopsis del film en Filmaffinity.
Habla Ángel Quintana, en un escrito suyo sobre Portrait de la jeune fille en feu, de un juego de espejos que abarca también el meta-cine, porque la película no sólo nos da cuenta del amor de una pintora por su modelo. En efecto, Céline Sciamma traza también en ella el retrato de su amante en la vida real, la actriz que encarna a Héloïse, que se convierte en objeto de todas las miradas, internas (de la realizadora del film) y externas (de los espectadores). Quizás eso aumente la intensidad de los dos momentos que quiero recalcar.
Son dos momentos de colofón final, dos epílogos, de esos que explican al espectador qué pasó después del teórico cierre de la historia, el de la despedida entre las dos mujeres que han descubierto y han vivido su atracción amorosa.
Marianne, la pintora, como en otras fases del film, hace de narradora. Señala que, transcurrido ya mucho tiempo tras esa despedida, la primera vez que vio a Héloïse fue en una galería de arte. Descubrimos que a quien vio realmente no fue a ella, sino a su retrato, a la sazón expuesto en la galería. Marianne se acerca emocionada a observar el cuadro cuando de lejos lo distingue y nosotros la seguimos, dando con lo que ella, con un brinco de emoción, descubre: la retratada sostiene entre sus manos un libro, del que sale un punto con un, muy visible, número de página: 28. Te imaginas entonces a Héloïse haciendo recientemente de modelo, recalcando a su retratista que en el cuadro debía aparecer el libro que tenía entre sus manos y claramente visible esa marca con ese número. Y es que en la página 28 de ese libro dibujó años atrás Marianne su autorretrato, su silueta desnuda mostrándose satisfecha a la que fuera su amante hasta que sus obligaciones las alejaran. Han pasado los años, pero Marianne capta el mensaje y se da cuenta de que Héloïse sigue pensando en ella.
La narradora, Marianne, nos explica que aún hubo una segunda ocasión —última, señala—, en que se encontró de nuevo con su antigua amante. Es en la ópera. En un palco del otro lado del patio de butacas distingue su figura y hasta su rostro, conmocionado por la música que en ese momento está ejecutándose, un trozo de Las cuatro estaciones de Vivaldi, que la pintora le diera a conocer, comprender y disfrutar.
Y fue viendo esas dos escenas, señorías, cuando casi me puse a llorar.