Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera.
Ana Karenina, León Tolstoy.
Federico Marchante se situaba en una de las segundas. De padre alcohólico y madre joven y en exceso protectora, en un hogar con pocos recursos económicos, tenía todas las papeletas para ser un desgraciado. Y lo fue. De haber vivido en la Alemania de entreguerras se habría convertido en un agitador de masas, en una especie de Adolf Hitler, solo que le faltaba talento para el arte y la oratoria. Además, vivía en la España de los años sesenta, donde ya teníamos un dictador oficial, y nuestro país no había sufrido la afrenta de una paz impuesta desde fuera como pasó en Versalles, únicamente un transitorio período de aislamiento internacional, superado inmediatamente gracias a los intereses americanos, al trigo de Perón y a la intercesión del Vaticano.
Así que Federico se tuvo que conformar con su modesto bigotito al estilo facha y con dedicarse a la labor de simple funcionario amargado del Instituto Nacional de la Vivienda. Su trabajo era el de atender al personal por ventanilla: instancias para solicitar vivienda protegida con sus pólizas, etc.
—Vaya a la ventanilla ocho y acredite allí mediante el DNI su identidad. Necesitará certificado de penales y de buena conducta, una declaración jurada de su adhesión a los Principios Fundamentales del Movimiento. Le darán un escrito de conformidad. Tendrá que rellenar también esta instancia dirigida al Ilustrísimo Señor Ministro —cuya vida guarde Dios muchos años—, y adjuntar una póliza de cinco pesetas. Luego vuelva con todo y le sellaré la solicitud que habrá rellenado. Abriremos una carpeta a su nombre y… ya solo le quedará esperar. Si es aprobada le avisarán.
Su trabajo era sencillo. Una mera rutina que se repetía todos los días en horario de mañanas, de nueve a una. Y su capacidad para otorgar algo de felicidad o esperanza a los que hacían cola frente a su ventanilla, nula.
Su inmediato superior, jefe de negociado, le decía: solicitud que venga sin recomendación… a la papelera. Cada día se tiraban montones de impresos debidamente cumplimentados y con su póliza de cinco pesetas convenientemente pegada, que una cosa no quita la otra.
No tenía miramientos ni escrúpulos. Le importaban un comino los problemas de los demás.
Pues sí: Federico era un desgraciado, un infeliz… y un reprimido. Se le iban los ojos detrás de todas las mujeres y aprovechaba cualquier oportunidad para hablar despectivamente de ellas, a las que acusaba de ir provocando, una táctica clásica de hombre despechado que no se come un rosco. Hasta aquel aciago día en que el destino le ajustó las cuentas. Pues a todo cerdo le llega su San Martín.
Como se le daban muy mal las relaciones sociales, no tenía pareja y follaba menos que un diácono en cuaresma, solía aliviarse de vez en cuando acudiendo al sexo de pago; o sea, que se iba de putas una vez al mes. Pero mire usted por donde que, al salir un día del burdel, mientras se iba abotonando la bragueta, tuvo el infortunio de toparse con el Boni, otro infeliz, un expresidiario al que en su momento le denegó la solicitud de vivienda protegida por sus antecedentes penales. (“España sólo premia a los ciudadanos decentes”, le soltó directamente en la cara mientras con una sonrisa le devolvía de mala manera la solicitud que ni llegó a «archivar»). Y el Boni, que tenía buena memoria y mala leche, se vengó.
Y así acabó Federico, tirado en una esquina maloliente, sobre un charco de pis de perro, con dos cuchilladas traperas, una en la barriga y otra en los huevos. Y en la frente, pegado con saliva, un trozo de papel con el dibujo tosco de una póliza de cinco pesetas.
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