Quien me haya visto deambular por el cementerio municipal con un fonendoscopio colgado de las orejas creerá que me encanta alternar con familiares de difuntos y funcionarios de pompas fúnebres. Pero no es así. Yo voy a mi aire, solo pendiente de intervenir cuando los acontecimientos lo demandan. Mi tarea consiste en escuchar en los nichos de los recién enterrados. Clausurado el nicho, aplico el fonendo y escucho. Si no se oye nada, estupendo; pero si noto cierto movimiento en el interior, aviso a las autoridades para que tomen cartas en el asunto. No soy un tipo morboso al que le guste escuchar los alaridos ajenos. A mí sólo me mueve el amor por los recién enterrados, porque a veces los entierran sin estar del todo muertos. La catalepsia es un hecho.
Hoy en día sabemos que resulta imprescindible realizar un seguimiento estricto de la actividad fúnebre, no vaya a ser que en vez de un cadáver hayamos enterrado a un cataléptico. ¿O es que a alguien le gustaría ser enterrado vivo? Y de darse el caso, ¿quién no querría que se velara por sus intereses? Pues bien, yo soy ese que vela por el interés del muerto. Me encontrarán en el cementerio municipal, auscultando las lápidas con un aparato idéntico al que usan los neumólogos del hospital clínico. Lo sé porque el mío lo cogí de una consulta de neumología, pero eso es lo de menos. Lo que cuenta es que en cuanto se produce una inhumación, me presto a realizar escuchas por cincuenta euros, cada dos horas durante el primer día y, posteriormente, si no hay novedad, mañana y tarde, en días alternos, hasta garantizar que allí no pasa nada.
Mi tarea es importante y, ciertamente, ingrata. Hay que pensar en el frío del invierno, en los días húmedos de primavera y otoño, y en el aplastante calor del verano que recalienta las lápidas y marchita las flores, evapora el agua de las cloacas y crea esa neblina dulzona e irrespirable de los cementerios. Conviene que los familiares del difunto consideren estos extremos a fin de que me unten el bolsillo sin insistir demasiado.
Hay quien me pregunta: ¿qué resulta más conveniente, la inhumación o la cremación? Como experto puedo asegurar que en el columbario todo es silencio. Aplico mi fonendo y no se escucha nada. Allí no hay vida ni esperanza. Y no es que sea contrario a la cremación, pero no hay nada más seguro que un entierro convencional. Por seguridad. Con la cremación no hay salida. Una vez te meten en el horno, ya puedes chillar como un loco que no hay solución. Aunque los operarios pudieran oírte, no podrían evitar que salieras chamuscado. ¡Y todavía es peor donar el cuerpo a la ciencia y despertar del sueño cataléptico con el zumbido de una sierra en los oídos, mientras un estudiante poco cuidadoso te está sajando un brazo o una pierna!
En estos temas es prioritario escuchar al difunto. ¿Que se oyen golpes o alaridos en el nicho? Habrá que intervenir, digo yo. ¿Que todo es silencio allí dentro? Pues nada, que fluya el tiempo y nos ayude a olvidar el asunto. Una sensible pérdida, sí, y mucho dolor. Sobre todo cuando hay dolor, que no es siempre.