Desde que entendí las palabras que los mayores decían, muchos de ellos me enseñaron con ellas, con las palabras, que nuestro mundo tenía un origen divino. Para ellos, alguien (o algo), supuestamente omnisciente y omnipotente, había creado de la nada todo lo que podíamos ver; también, incluso, aquello que no podíamos entender (por lo que no debíamos preguntarnos ni cuestionarnos por esas cuestiones que, precisamente, nos provocaban preguntas).
No obstante, al crecer y ampliar mi campo de lecturas, de contactos, de experiencias, fui interesándome en otras proposiciones alternativas a aquellas con las que habían querido educarme.
Unas planteaban y trataban de demostrar una gran explosión primigenia que deslumbró la nada anterior, un estallido en el vacío del que se originaron la luz, la materia y el tiempo.
Otras hablaban de una especie de latido universal, de pulso infinito que contraía y expandía la realidad haciendo que esta se moviese hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás…
Entretanto, descubrí que había alguien que postulaba que, una vez el movimiento se había originado, el azar contribuía a modificarlo eternamente en direcciones difícilmente previsibles, en una combinatoria tan compleja y tan difícil de señalar y mensurar que, precisamente por haber sucedido así, y no de otra forma, había dado lugar a lo que somos y al mundo que nos rodea actualmente.
Hubo incluso quien afirmaba que ese mismo azar, esa infinita posibilidad de permutaciones creaba no solo nuestro universo, sino infinidad de ellos, cada uno con una combinación diferente de alternativas.
El azar es un asunto difícilmente inteligible, se hace inasible, se te escapa de entre los dedos sin que te des cuenta de por qué lo hace. Quizá, cuando piensas en ello, el mismo pensamiento que es consciente de la realidad incide en la transformación de la misma realidad, modificando así el entorno y transformando aquello que creías tener capturado.
¡Ah! ¡Qué desconsuelo! No poder llegar nunca a la raíz, al origen, al sentido de lo que experimentamos.
Quizá tampoco importe demasiado; quizá no haya que preocuparse por ello.
Al final, puede que solo sea una ilusión de nuestros sentidos enajenados por el movimiento azaroso de las partículas de la realidad.
Pero, claro, eso también vale para nuestros propios sentidos, que forman parte de ese todo enajenado.
Quizá nada de esto exista… Pero, ¿y si todo esto fuera cierto?