Hay que cambiar los neumáticos

Las horribles historias de Sileno

Una de las ventajas de vivir en el extrarradio es que con un simple paseíto llegas a los polígonos industriales donde se instalan las grandes superficies de alimentación, los concesionarios de coches, los talleres de recauchutados, los almacenes de los chinos… y todo ese mundillo (gran mundo, diría yo) del consumo a trazo grueso. Hay camiones, furgonetas, contenedores de basura que rebosan cartones, tramos sin asfaltar, aceras con cuatro árboles piojosos, y mucho movimiento de gente que aparca en doble o triple fila, montañas de palés, pequeños huertos urbanos, y descampados, grandes descampados con algún muro de ladrillo donde mear sin pagar el peaje de un bar reservado a los clientes. Me gusta pasear por allí, esquivando las basuras y las torres de alta tensión, asomarme a los almacenes que tienen las persianas abiertas y preguntar por la Inspección de Vehículos o por el taller donde cambian los parabrisas del coche, y así distraer la mañana de un jubilado ocioso como yo.

Antes de ayer recalé en un taller de la Seat y se me ocurrió preguntar por algunos asuntos referidos al coche de Ginés (yo no tengo vehículo, pero mi amigo conduce un Citroën desde hace años). Me atendió una tal Michi que, según me dijo, estaba sustituyendo a Pacheco, el administrativo de siempre, que ahora se está recuperando de una apendicitis. Le hice creer que yo era cliente de Pacheco y que, si me lo permitía, señorita, le haría un par de preguntas sobre mi Seat Ateca antes de la próxima revisión. La tal Michi me pidió que la tuteara y me explicó que trabajaba habitualmente en un concesionario al otro lado de la ciudad. Sin embargo…

—Los clientes de Pacheco son mis clientes —sonrió saliendo de detrás de los ordenadores de su pequeño despacho y plantándose a mi lado.

—El gusto es mío —le he respondido. Era bajita y algo rechoncha, pero muy apañada: gafas de miope y pestañas artificiales, el pelo recogido en una cola, mofletes pintados, labios rojos y brillantes de humedad. Y lo que es más importante: sucesivos michelines superpuestos bajo su abundante pechera y todos ellos envueltos en una camiseta blanca de algodón con algunos manchurrones de grasa. El culo prieto, sometido a la presión de unos leggins marrón oscuro, y unas bailarinas con borlita como calzado. Al ver que me fijaba en las manchas de sus molduras, me ha advertido:

—Es lo que tiene vérselas con los operarios del taller… Un roce, una mancha. 

Entonces me he inventado lo de los cuarenta y ocho mil quilómetros de mi Seat y le he preguntado si a estas alturas debía o no cambiar los neumáticos. 

—Eso depende —me ha respondido la gordita—. Depende del tipo de conducción que haga y de los lugares por los que lleve su vehículo —mientras hablaba se ajustaba las gafas, los mechones de pelo que se le escapaban de la coleta y agitaba su cuerpecillo gelatinoso poniéndose de puntillas y hablándome a grititos como lo haría un flan oriental. Los pliegues bajo su camiseta manchada evocaban los del muñeco Michelín. Luego me dijo: Debería traer su coche hasta el taller y comprobaríamos la banda de rozadura de los neumáticos.

—¿Banda de rozadura? Yo hago del coche un uso normal —he terciado.

Y de nuevo, Michi, sonriendo, me ha facilitado la información necesaria: 1,6 milímetros de profundidad en el dibujo es lo mínimo admitido. Eso significa que debería usted cambiar los neumáticos si ya han alcanzado esa profundidad.

—¡Advertencias! ¡Recomendaciones! ¡Obligaciones! —me quejé, despreciando como tengo por costumbre todas aquellas normas que limitan mi libertad— ¡A ver si es que uno no va a poder decidir qué hacer con sus neumáticos! ¿Verdad? —y he clavado mis ojos en la profundidad de las curvas de mi interlocutora—. A mí me gusta conducir blandito…

Sin querer había introducido un nuevo elemento en la conversación. Michi ha reflexionado un momento y luego ha proseguido: 

—Lo de conducir blandito es otra cosa… —un suspiro de Michi ha llevado los pliegues de su camiseta a liberase de la opresión. A resultas, sus pechos han subido hacia el escote, amenazando con una explosión nuclear—. Yo prefiero el neumático duro, terso… Y ese, sin lugar a dudas, es el neumático Michelín —aquí hizo un parón entre un gesto y el siguiente—. Sin embargo, hay quien prefiere conducir como si estuviera surfeando sobre un colchón de agua. Ese es el neumático Pirelli. Tendrá usted que elegir entre uno u otro. Si de mi dependiera —concluyó con una sonrisa que a mí me pareció insinuante— yo le recomendaría los neumáticos Michelín.

Se lo dije: yo no tengo manías. Me adapto a cualquier cosa. Me gusta la profundidad de los pliegues. Me opongo al desgaste de las rozaduras. Mientras haya molduras y curvas, sean de goma o de grasa —le dije—, disfrutaré conduciendo. Te traeré el coche la semana que viene —añadí— y decidiremos qué hacer con los neumáticos. 

Me despedí y volví por mis fueros, esto es, por el descampado, donde uno siempre encuentra un rincón donde desahogarse. A mi edad hay que aprovechar cualquier excitación hormonal y resolverla satisfactoriamente para no comprometer la salud. Es una cuestión de higiene física y mental. Michi lo hubiera entendido.