Guns and roses

Postales desde Andrómeda


A mi abuelo Julián no le conocí. Murió joven, recién comenzada la guerra. Un día se puso enfermo y no sé por qué decidieron trasladarle a Barcelona. Poco tiempo después avisaron a mi abuela para decirle que su esposo estaba muy grave. Ella no se lo pensó, dejó a la prole al cuidado de su buena amiga Fidela y tomó un tren para estar a su lado, pero cuando llegó, él ya había fallecido.

Nunca le vi en foto. Mi madre le describía como un hombre de carácter dócil y mirada limpia y azulada. Me contaba que había sido taxista y que, por las tardes, cuando volvía a casa y aparcaba el vehículo junto al portal, los chiquillos del barrio se arremolinaban a su alrededor y brincaban levantando los brazos para que mi abuelo, lanzase al aire la calderilla acumulada durante la jornada, para luego ellos, cómo palomas, ir recogiendo las monedas del suelo, ansiosos y felices. También supe de su ferviente admiración por Durruti. Decía que cuando él muriese, quería ser enterrado en San Isidro y con el mismo uniforme que lucía el anarquista.

No se cumplieron sus deseos porque la muerte le sorprendió lejos de Madrid, las circunstancias mandaban y mi abuela, mujer con los pies en la tierra y de armas tomar, no creo que pensase muy en serio aquella alocada y última voluntad.

Yo no sé si desde la ladera sur de Montjuïc se pueden ver las copas de los cipreses junto al Manzanares, pero seguro que mi abuelo disfrutó y mucho descansando para siempre junto a su admirado camarada.


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