Georges Franju: lo insólito, la poesía y los escalofríos de la realidad

Los lunes, día del espectador


Un fotograma icónico de «Judex» (1963), de Georges Franju.

Lo que me gusta es lo que es terrible, tierno y poético (Georges Franju).

En la Filmoteca de la calle Mercaders, durante los años 70, según me leo ahora, pasaban cada año algún film de Franju. Alguna de esas piezas la debí ver y me sorprendió, pero creo que no digerí lo que suponía su cine hasta asistir al ciclo que la misma Filmoteca le dedicó a finales de 1976, sobre el que escribí una crónica para la revista Cinema 2002, que apareció en febrero de 1977.

Ahora he releído aquel artículo y compruebo que dice casi exactamente lo mismo que tenía previsto poner por aquí. Aún me debato internamente pensando si se trata —lo mío— de un profundo anquilosamiento o de una saludable muestra de constancia en ideas y pensamientos.

Ahora, gracias a los pases frecuentes de una película (fantástica en todas las acepciones de la palabra) como Les yeux sans visage (1960) y al “homenaje” que le rinden cineastas más contemporáneos, Georges Franju se ha convertido en un director muy conocido, pero no ha sido siempre así, pues pasó largas temporadas considerado como una rareza. Quiero, en cualquier caso, repasar los datos que nos han llegado sobre él, su vida y sus filmes.

Nacido en 1912 en la Bretaña francesa, todos los manuales hablan de que fue, junto a Henri Langlois y Jean Mitry, fundador de la primera cinemateca del mundo, esto es: la francesa. A mí me extrañaba el grupo o, al menos, los dos primeros, porque los veía de caracteres totalmente opuestos. No podía conciliar el cuidado de Franju en sus cosas con la bañera en la que Langlois apilaba las latas de películas que rescataba del olvido. Pero después vi que incluso hicieron un primer cortometraje juntos, Le métro (1934), si bien es verdad que Franju pasaba siempre olímpicamente de él cuando repasaba su obra.

El sueño, la poesía, lo insólito deben emerger de la misma realidad (Georges Franju).

A finales de los años 40 y durante los 50, Franju se hizo un nombre como documentalista. En las entrevistas que se han conservado (André Labarthe le dedicó uno de los episodios de Cinéma, de notre tempsGeorges Franju. Le visionnaire— que se puede ver por YouTube, a partir de tres de ellas realizadas a lo largo del tiempo), él insiste en diferenciar su empeño, eminentemente cinematográfico, del simple reportaje televisivo. Es el suyo un trabajo de aproximación al presente de regiones y ciudades, a monumentos, a personajes históricos, a espacios y sociedades de una forma tan directa que hace irradiar todo aquello que es esencia, pero que cuando es un reportero televisivo quien lo trasmite, resbala sin ser captado por su cámara.

En todos estos documentales destaca esa mirada, privilegiada por un muy desarrollado sentido del encuadre, pero si hay uno que se ha insertado con fuerza extraordinaria en la historia del cine, ese es La sang des bêtes (1949), un documental sobre los diferentes métodos de proceder, según los animales a abatir, en el matadero de La Villette. He vuelto a ver ahora alguna de sus más que terribles escenas y las ganas de apartar la vista de la pantalla se hacen irrefrenables. Pero Franju, muy intencionadamente, entre método de acabar con la vida de uno y otro animal, inserta una apacible y poética escena —hasta nocturna, con la luna reflejada en él— del fluir las aguas del vecino río, con lo que el terror que causa lo que se ve del siguiente método de exterminio, se acrecienta.

Georges Sadoul lo definió bien: «posee el sentido de las atmósferas insólitas y un burlesco humor negro».

No he vuelto a ver La tête contre le mur (1959), su primer largometraje, y, sin embargo, tengo aún presente desde entonces una escena que me llegó a lo más hondo. En el manicomio donde se desarrolla casi toda la acción hay unos melancólicos internos que siempre están pensando en lo feliz que sería su vida fuera de esos muros. Uno de ellos, interpretado por Charles Aznavour, consigue escapar. “¡Somos libres!”, exclama, y cae fulminado allí mismo, con los brazos en cruz.

Godard escribió sobre la película una de esas frases hermosas que ideó en su época de crítico cinematográfico: «Tal como se habla de amor loco, del primer largometraje de Franju podrá decirse que es cine loco. La tête es un film loco sobre locos. Es, entonces, un film de belleza loca».

En esa película aparece por vez primera una actriz, Edit Scob, de rostro límpido, como de porcelana, que se convertiría en una especie de musa de Franju, quien la hizo aparecer en seis de sus filmes. Es en Les yeux sans visage (1960) donde su figura destaca más. Encarna —ahora casi todo el mundo, como he escrito más arriba, ha visto la película y no puede haber salido indemne de su visión— a una chica cuyo padre, un afamado cirujano, quiere hacerle recuperar el rostro destrozado en un accidente a partir del trasplante de los rostros de otras jovencitas llevadas con engaños hasta la apartada clínica donde tendrá lugar la operación. No es sólo la máscara que figura llevar el personaje de Edit Scob lo que se clava para siempre en la memoria. Hasta un vulgar 2 CV, circulando con sus faros encendidos por la oscura carretera, está filmado de tal manera que parece que los espectadores hayamos entrado en un entorno ingrávido, nada terrenal.

Edit Scob vuelve a aparecer en Relato íntimo (1962), versión del Thérése Desqueyroux de François Mauriac, otra película, como la posterior Thomas l’imposteur (1965, sobre una obra de Cocteau) o El pecado del padre Mouret (1970, basado en otra de Émile Zola) que sorprenden siempre por su atmósfera, llegando a quedar bien lejos de lo que sus libros de base sugerirían. En varios momentos surgen inesperadamente, en medio de una naturaleza sublimada, imágenes de un fuerte erotismo.

El resto de largometrajes de Georges Franju pueden englobarse en un mismo saco. Surgen del mundo de Feuillade, de Fantomas y otros films de episodios del principio del cine. La imagen icónica de Judex (1964) procede de una secuencia hipnótica. La cámara sube mostrando las piernas y la americana de un personaje masculino, hasta dar con su rostro, una enorme cabeza de ave, que nos mira fijamente. Poco después podemos entender que nos encontramos en una fiesta de disfraces. Creo haber oído al mismo Franju reconociendo que esa imagen procede directamente del mundo de Max Ernst.

No solo está en Judex, como después en L’’homme sans visage (1974, serial televisivo que recuerdo haber visto, sin salir de mi sorpresa, durante sesiones de sobremesa de la televisión de la época), o en Nuits rouges (1974, lamentablemente el último largometraje de Georges Franju, versión cinematográfica de la serie de TV), esa imagen surrealista del hombre con cabeza de pájaro. En ellas surge con fuerza el mundo de los tejados, de las enmascaradas, enfundadas en monos de cuero negro, dirigiéndose a misiones nocturnas peligrosas por los tejados de las casas.

Podemos finalizar con una frase, para ver de acabar, si es leída en el momento adecuado, con un pequeño escalofrío:

«Sólo nos falta un poco de imaginación para que nuestros gestos más habituales se carguen de una significación inquietante, para que el decorado de nuestra vida cotidiana engendre un mundo fantástico» (Boileau-Narcejac; epígrafe de La première nuit).

Franju se encarga una y otra vez de recalcarlo en sus películas: lo insólito se revela únicamente en lo cotidiano.