Lentamente trazo las líneas y formo a lápiz un impreciso y dubitativo dibujo. Preparo los sencillos pigmentos de las acuarelas.
Con mis colores favoritos: violeta cobalto, gris payne, azul ultramar, rojo cadmio, ocre oro, tierra sombra, negro óxido de hierro o amarillo limón, me recreo y les dedico más tiempo. Los diluyo a voluntad, formo aguadas con ellos, graduaciones, tonalidades distintas… disfruto con su visión y textura.
Comienzo con pinceladas que me gustaría fueran rápidas, insinuantes, transparentes, precisas, brillantes… sin embargo, van surgiendo dubitativas, dolientes y, muchas veces, espesas y oscuras.
Avanzo con dificultad y sufro con la germinación de las formas. A menudo me paraliza el miedo al error y al vacío, pero el papel húmedo y pletórico me urge. A veces cedo exhausto y quiero abandonar, no obstante, la obra incompleta gime y me reclama. Vuelvo a ella casi avergonzado, la retomo y le prometo fidelidad.
Al cabo de largas horas, la doy, a mi pesar, por terminada y la dejo secar. A veces, le agrego un breve toque de acrílico puro.
A la mañana siguiente, con las primeras luces, vuelvo a ella y la acuarela ya es otra; los tonos se han sedimentado y dulcificado, se han apagado levemente; la acepto en su imperfección afirmada, la amo y me reconcilio, otra vez, con los colores y nace, irremediable, un humilde poema:
Tenemos dentro / pequeñas constelaciones / que nos rigen. Un orden de planetas y asteroides./ Y un dios tenaz y oculto, / que nos dicta la belleza.