Gallinejas

Mercado Central

 

Se encuentran cosas más sabrosas en el Tonel de Diógenes, la librería de lance que bosteza en los bajos del mercado, que en el mercado mismo, tan orondo y rebosante de viandas exquisitas para clases medias y funcionariales. He aquí que he hallado gracias al buen hacer de Diógenes, por tres míseros euros, una edición algo cutre de Bruguera del año 80 de la novela corta La Nardo, de mi admirado Ramón Gómez de la Serna, a quien acudo siempre que echo de menos el castellano castizo y surrealista de mi tierra. O si no, vean: «Había tardes en que la Nardo parecía una muñeca de cera espantada de ver el mundo, y hasta los que iban más distraídos paraban mientes en aquel rostro como si hubiese en él crema de luz de acetileno.» ¡Olé, la vanguardia popular, sí señor!

«Pasaron —escribe Ramón en el mismo cuadernillo—, como señal de más atardecido, los carros tétricos que hacen suponer el número incalculable de las víctimas que ha habido en el matadero, pues van cargados todos de pezuñas, de cuernos o de rabos.» Frase luciferina donde las haya y hasta satánica, que, quieras o no, te da escalofríos, por lo menos a mí. Y aquí quería yo llegar, al matadero, pues salen en el cuento unas tales «gallinejas» que yo al pronto creía que eran gallinas ancianas, chicas y como mojadas, y resultó que no. Debían ser cosas ricas, porque la Nardo y su chulo salían a deleitarse con ellas a la caída de la tarde, antes de que empezara la jarana verbenera y la trabajosa existencia venusina de la diosa madrileña. Nadie se deleita con gallinas mojadas, y menos envueltas en cucuruchos de papel de estraza, como las consumidas con deleite por la pareja, según lo describe el autor.

Busqué información y hallé que las gallinejas eran despojos del matadero, las tripillas, pingajos de entraña, recortes, pedacitos de bofe y de intestino, un descarte de glándulas y misteriosas piltrafas como traídas por perros. La Nardo y el chulo se acercaron a una freiduría de gallinejas atraídos por el apetitoso vaho, como la nave de Ulises por el canto de las sirenas. «Sentían que se acercaban por el olor de los humos que parecían denunciar que se quemaban en algún sitio algo así como capaduras de niño y sesos de filósofo.» Las gallinejeras freían su fresca mercancía, traída en el día puntualmente por las carretas desde el matadero, en grandes sartenes de aceite hirviendo, como las buñoleras de Valencia sus buñuelos. Esto es así, digan lo que digan los chefs pijos y abusones —que las venden ahora a millón en restaurantes de Madrid—, que sueltan sin inmutarse que se hacen solas en su propia manteca, sin aceite. Mentira. ¡Qué sabrán estas modernas estrellas de la cocina de arte y ensayo para horteras, de lo que vale un bocado verbenero! Es como si dijeran que los churros y las porras se ponen crujientes a golpe de soplete. Esto les pasa por no leer y creer que, no leyendo, se pueden saber las cosas.

Cuando hube acabado el cuento de la Nardo, me entró capricho de probar las gallinejas y, aunque sin fe ni confianza ninguna, me puse el chaquetón y bajé al mercado. Pregunté en el mejor puesto de carne, que tiene desde filetes de cebra y unos cojones de toro que da gloria verlos, hasta lirones para hacerlos rellenos con su gotita de miel.

—¿Gallinejas, dice usted? Pues no sé… —contestó la Amadora sin arredrarse— aquí tengo unas alitas de pollo para freír buenísimas, y pechugas empanadas, ¡ah y estas hamburguesas con espinacas que son casi veganas, como las que se lleva usted a veces, doña Mariposa! —no sé si dije que me llamo, para mi desgracia, María López Posa.

Que no, que no. Ni gallinejas ni sombra de ellas. Allí ya no estaba usted, don Ramón, con su socarronería que tanto le gustaba a Apollinaire. Ay, don Ramón Gómez de la Serna, qué tentaciones pone usted en mi camino, en las que luego no puedo caer para librarme de ellas, como diría Oscar Wilde, porque el mundo ha cambiado y se han perdido hasta las más vomitivas tradiciones.

Salí del mercado absorta en mis ensueños. «Pasó un camión de carbón como un negro pensamiento», recordé haber leído en el mismo libro. Casi me atropella, el cabrón.

 

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