Ayer hizo 86 años que conocí a Gadafi. Me extrañó mucho que Féisbuc no me avisase, lo achaco a que tiene exceso de trabajo, el pobre. Lo recuerdo muy bien porque estaba escuchando la radio, preocupado por las noticias que venían de Sta. Marina d’Argent, por aquel entonces aún no era de oro. Contaba, atribulado, el locutor, el caso de la usurpación de las andas de La Santa. Sí, hombre, aquello de que la llevaban unos y vino otro, bajito, con voz de pito, y una cara tan dura que acabó inmortalizada en las monedas de cinco pesetas (de ahí el nombre), y los quitó a todos, y se puso él… bajo palio… Quitó hasta a la mismísima Virgen Santa y se armó la de Dios es Cristo.
—¡Españoles! —dicen que dijo.
Como decía, estaba yo con este desasosiego, cuando llegó un tipo, se sentó a mi lado y pidió un coñac. Miré de reojo, con curiosidad, porque vestía gorro, chilaba y rosario mahometanos, y, claro, me pareció raro lo del coñac. Debió de darse cuenta, y enseguida se puso a explicarme que, aunque lo habían educado en la auténtica fe del profeta que no lo fue en su tierra, él nunca había sido practicante. Prefería pensar que a Alá, lo que es de Alá, y a un tal César, lo que es de todos… como dictaba la tradición judeocristiana, grecorromana y la lucha libre (las tres, disciplinas olímpicas, en aquellos días). Al principio pensé que sería un charlatán más, pero no; resultó ser un magnífico adivino. Echó un ojo a los posos de mi café y me aseguró que mi destino era ser un gran guía espiritual, un gurú, el puto amo (ya veis que acertó de pleno).
Me contó un sueño (parece ser que también era augur de sueños) de un mundo extraño que devendría en oleadas de años, lustros y aconteceres atribulados. Torbellinos de tiempo.
Maravillas extraordinarias llenarían los futuros televisores con luces y colores. Hablaba de gentes unidas y felices, que lo eran de sus desgracias. Hablaba de los que se las proporcionaban: «Ellos». «Ellos» manipulaban las vidas y mostraban el camino. «Ellos» castigaban con el universal rechazo al que osara cuestionar sus delirios. «Ellos» eran Dios.
—Es que es un sueño —se disculpó un momento y prosiguió su relato—. El futuro se está cociendo. Habrá una guerra enorme en Europa. Ganarán los rusos, no sin sufrimiento. Los americanos querrán un trozo, y se quedarán con todo, tras unas bombas… ¡Booomba! Y con una mano en la cabeza y otra mano en la cintura, «Ellos» crearán la historia, la tejerán, la zurcirán cuando se rompa, le harán pliegues, ojales, bolsillos, solapas y dobladillos a medida. Al milímetro. Controlar la historia es ganar. Y ese es el fin último de la creación.
»Yo mismo, y otros líderes, pasaremos a los anales como estrafalarios dictadores bananeros (dícese de los que empuñan un plátano a modo de batuta y hacen como que disparan al dirigir). Y otros como Churchill o Trumman (prohombres, todos, de doble consonante… la doble «m» es una licencia, pero su nombre era Harry) se elevarán a los altares del heroísmo.
»El orbe se llenará de mentiras (lo llamarán posverdad, sin te, y se quedarán tan anchos (de banda) que darán forma a un pensamiento irreal, virtual, paralelo («para-lelos» sería la forma léxica y semánticamente correcta).
»Habrá momentos de lucidez, pero serán estériles, volantes, faralaes, adornos, hechuras, modas. La guerra ya no terminará nunca, se moverá de aquí para allá, nacerán y morirán enemigos. Unos uniformados, otros no.
»Los pueblos se habituarán al desastre y temblarán, de puro miedo, y de costumbre. Y todo será normal.
Se cayó de golpe, enmudecido, silente, contra el suelo.
Le ayudé a incorporarse (porque soy amable) y en lo que salía del trance y se levantaba, añadió:
—Por cierto, a estos golpistas que tanto te inquietan, les va a dar para dos telediarios. La gente aún no es tonta, y verá enseguida la trama. Y se les juzgará y condenará por sus crímenes, y ahora paz y después gloria —dijo (porque en realidad era creyente). Y falló de pleno, el muy jodido.