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Fotograma de la película Descansa en paz (2024), de la noruega Thea Hvistendahl.
Hay muchas clasificaciones para lo fantástico, pero más allá de ellas la intuición nos dice que el arte fantástico es el que desborda lo real y propone unas relaciones con el mundo sobrepasando la razón burguesa, o lo que es lo mismo, el que hace vacilar los límites de la realidad y se mueve en terrenos poco claros, más siniestros que maravillosos —según la clasificación de Tzvetan Todorov—, situados entre el día y la noche, entre la vida y la muerte, lo masculino y lo femenino, lo animal y lo humano.
La muerte es uno de los temas centrales de la literatura y del arte en todos los tiempos bajo distintas formas, pero su importancia se intensifica desde finales del siglo XVIII, cuando se convierte en una incógnita que ya no puede ser aliviada por la religión y para la que tampoco resulta tranquilizador el mensaje de la ciencia. Por muy agnósticos, laicos y materialistas que sean quienes escriben literatura fantástica y sus lectores, unos y otros se interesan vivamente por la muerte suponiéndola un territorio de frontera para el arte. Una frontera que puede ser cruzada, al menos en la ficción, no sólo por las almas —espectros, fantasmas— sino también por los cuerpos. Esos cruces de frontera, esos regresos de los muertos al mundo de los vivos, constituyen una gran delicia para los aficionados a imaginar el mundo como algo más sugestivo que un mero revuelo de energía y partículas de materia.
Desde construir un hombre vivo con pedazos de carne humana muerta, como hace el Dr. Viktor Frankenstein en la novela de Mary Shelley, hasta acabar de un machetazo en el cráneo con la abyecta pseudovida de un zombi, pasando por los terrores del enterramiento prematuro, de la resurrección tan inesperada como poco deseable de un pariente o la seducción de una hermosa vampira en busca de alimento, toda clase de juegos entre vivos y muertos es posible y casi todas las combinaciones han sido probadas por los escritores y cineastas, a veces no sin ironía, siendo la más moderna y terrible la de los zombis, que ha encontrado en el cine un medio más favorable que la literatura, pese a su origen oral y legendario en la cultura de las plantaciones de las Indias Orientales.
En nuestros años veinte del siglo XXI el cine está empeñado en que los muertos salgan de sus tumbas, a ser posible, aseados y con buena presencia, alejándose del modelo George A. Romero (La noche de los muertos vivientes, 1968) o Gregory Nicotero (The Walking Dead, 2011-2023), con diversas variantes, desde los bellos y limpios ancianos muertos diez años atrás, que regresan a su ciudad desde el cementerio en La resurrección de los muertos (Les revenants, 2004) de Robin Campillo, con los consiguientes problemas sociales y familiares que ello conlleva, hasta el chico que se maquilla para socializar en In the Flesh (2013), serie británica de Dominic Mitchell y Jonny Campbell. Otra cosa es la visión totalmente autoral y cómica de Los muertos no mueren (The Dead Don’t Die, 2019) de Jim Jarmusch, y las muchas películas y series de revenants que se han producido en esta época para delicia de chicos y grandes.
Una de las últimas, que sepamos —y que recomendamos—, Descansa en paz (Handling the Undead, 2024) de Thea Avistendahl, es una película noruega se diría que de zombis; pero no lo es, porque el cine nórdico tiende a separarse de los géneros clásicos y a construir obras donde lo humano prevalece sobre los tópicos de la historia que se narra, los monstruos son dulces y solo exigen amor y algunos cuidados; han vuelto de la muerte de un modo incomprensible, quizá eléctrico o por una ola de calor, parece que para quedarse. En algún momento necesitan alimento o se ponen furiosos, pero eso es lo de menos. Normalmente son pacíficos como maniquíes, sobre todo el niño, del que su familia no quiere separarse. Tieso y patético, es un muñeco de carne deteriorada que se deja manejar por su abuelo y su madre. Como el cadáver es la desaparición absoluta de lo humano, intentar devolverlo a la vida saltándose esa frontera, constituye una de las más terroríficas incursiones en lo fantástico abyecto.
Birth/Rebirth de Laura Moss (2023) es otra de las últimas películas de retorno a la vida de la carne muerta. No tiene que ver con la resurrección sino con la reanimación, y en este caso no de varios sino de un solo individuo. Se trata del cadáver de una niña, Lila, al que una fría doctora investigadora forense está empeñada en volver a la vida por medios científicos en los que lleva trabajando varios años en su propio domicilio, últimamente acompañada por una cerdita muerta dos años atrás, pero con vida gracias a su trabajo. La ayuda en su empeño la madre de la niña muerta, que es una enfermera latina. El cadáver de Lila yace inmóvil en una estancia del domicilio de la doctora, monitorizado y erizado de goteros y aparatos. Recuerda a los enfermos en coma, pero ella no está en coma, está muerta. A pesar de ello y gracias a los desvelos científicos de la doctora y maternales de su madre, la pequeña comienza a dar “señales de vida” bastante descorazonadoras. Al final volverá a morir y a ser objeto de “revenancia”.
Por último, una insólita película turca, The Funeral (Cenaze, 2023), de Orcun Behram, abunda en el tema de la frontera entre la vida y la muerte. Su protagonista, Cemal, conductor de coches fúnebres, es contratado para transportar el cadáver de una joven asesinada, Zeynep, que lleva varios días en la morgue, que despierta por el camino con un ansia devoradora de carne humana. Mezcla de road-movie, thriller y fantástico, con toques románticos, la insólita película de Behram nos libera de la abundancia de tópicos que se ha instalado en el género y supone una ráfaga de aire fresco en la cargada atmósfera del cine fantástico actual, plagado de trivialidades.
