Free jazz per tutti

Las horribles historias de Sileno


En mi bloque vive un tipo que fue profesor de literatura en el Luis Vives al que la jubilación no le da sino para vivir en el barrio de San Marcelino, muy cerca de la casa parroquial. Es amigo del cura y de Venancio, el de la tienda de chuches. A veces quedan para jugar al dominó en el bar de Braulio. Ayer se presentó en mi casa con mascarilla: ha pillado el COVID y no puede asistir a un concierto de jazz para el que tiene dos entradas. Me ha regalado la suya y me ha dado la otra para el de las chuches, que tampoco ha podido aprovecharla porque los sábados por la tarde ha de seguir vendiendo piruletas y no está para refinamientos artísticos. Así que me fui solito y repeinado a investigar qué demonios era eso del free jazz interpretado por un trío italiano en una librería multiusos que hay en Ruzafa.

Cuando hablo de librería multiusos me refiero a esos espacios donde antaño vendían libros y que ahora se han convertido en lugares donde puedes pedir un café y un bocadillo, tomarte una cerveza, escuchar una conferencia, oír cómo aporrean un piano, comprarte un viaje a París o acudir para que te echen las cartas. ¡Lo que hay que hacer para mantener abierto el negocio!

He llegado pronto y me he sentado en la primera fila, junto al bombo. Luego han llegado otros espectadores, no muchos, y se han ido colocando enfrente y a mi lado, en unas butaquitas rojas, alrededor de la alfombra destinada a los músicos. Desde donde yo estaba veía perfectamente quién iba llegando y qué hacía. En un extremo, un tipo mayor, delgado y amarillento, vestido de negro y con gafas de concha, paseaba sus labios por una refrescante copa de ginebra con hielo. Dos butacas más allá se ha sentado una pareja disfrazada de motoristas de los setenta: él, con coleta, mostacho, chaquetilla y pantalón vaquero; ella, vestida de cuero, labios recauchutados y gafas de hipermétrope. Quizá fueran sus volúmenes, quizá el tamaño de las butaquitas, pero la motorista y su acompañante ofrecían a la vista unas barrigas y unas tetas de perfil morboso. Había también un par de chicas delgaditas que brindaban con cava mirándose a los ojos. Y había otra gente sola, o solitaria, como yo, esperando el concierto. Entre ellos estaba el tontaina al que, a la puerta del local, le vendí la entrada que me sobraba a mitad de precio. Con sus cinco euros pude beberme dos cervezas.

El trío de músicos tenía pinta de pasar hambre. El más nerviosillo y delgado de los tres era el baterista: no podía parar con las baquetas, aunque eso es lo que se espera, en general, de él. Por su parte, el chaval del bajo se mantuvo de pie, manteniendo el ritmo con el bum-bum de su instrumento, pendiente de las indicaciones del saxofonista, que era el líder. El del saxo iba alternando las presentaciones de las piezas, en un español macarrónico, con algunos destellos, más o menos improvisados, de la pobre melodía que interpretaba. Es el free jazz, me ha justificado el vecino de asiento cuando, entre pieza y pieza, le he mirado con gesto desabrido, encogiéndome de hombros y torciendo la boca.

Para matar el tiempo me he levantado a mear la cerveza y me he encontrado con la motorista haciendo cola en la puerta del lavabo. Le he sonreído y no he podido evitar un comentario displicente sobre lo que estábamos soportando.

—¡Ah, ya! Por supuesto —me ha dicho—. A mí el free jazz tampoco me va. Yo vengo para acompañar a mi marido, que no quiere venir solo. A mí lo que me gusta es el cha-cha-cha, y el mambo —y me ha hecho una breve demostración agitando los medallones que le colgaban del cuello sobre su camisa a punto de reventar.

—Si tú quisieras —le he sugerido, garboso— te llevaría a bailar a la Sala Canal una tarde, sin tu marido, claro…

—No sé por qué tendríamos que esperar tanto —ha sonreído desde detrás de sus gafas de hipermétrope, veladas por la emoción del momento, y, entonces, me ha susurrado: Entra conmigo al lavabo y nos damos una satisfacción…

En ese momento el concierto se ha interrumpido. Las improvisaciones del saxofonista han acabado. El baterista se ha quedado inmóvil. El chaval del bajo ha dado la voz de alarma, desde su posición privilegiada, cuando el espectador vestido de negro, delgado y amarillento, de la primera fila, se ha desplomado, víctima, quizá, de las improvisaciones del jazz o de los excesos con la ginebra.

—¡Un dottore! ¡Un dottore! —ha gritado el del bajo señalando al caído.

Entre el público se ha levantado el tontaina al que le vendí la entrada y que, por lo visto, era médico.

—Túmbenlo en el suelo, boca arriba, y apártense, por favor…

El concierto se ha suspendido. La mujer de los labios recauchutados ha vuelto con su marido, el motero. Las dos chicas que brindaban mirándose a los ojos han puesto pies en polvorosa. Yo tampoco he esperado más. Aprovechando el barullo me he llevado una novelita de bolsillo que no sé si leeré, pero que hace biblioteca. ¡Había que compensar tanto free jazz y tanto cuento!