Estaba en ese plácido duermevela que la vida nos regala justo antes de desconectar la consciencia, cuando me invadieron unos desaprensivos terrores nocturnos.
Sentí el movimiento sordo y convulso de un algo bajo el somier. Oía su respiración nerviosa, y nervioso también, olí el miedo. Los miedos. El propio y el extraño, el ajeno.
Sujetaba la sábana con las manos a la altura de la nariz y me venció el sueño. Una traidora mezcla de sombras y monstruos que habitan los treinta centímetros de universo que se extienden entre el suelo y el colchón, se desplegó en mi mente. Invadió mi mundo como una corriente de aire pesado. Desgajaba negros hilos de un humo leve, alrededor de los objetos. Desdibujadas las formas, la geometría se volvió difusa. En el borroso escenario solo podía notar la terrible fuerza del instinto, con sus locuras y sus señales de peligro, parpadeantes, pulsantes, intermitentes.
Desperté acongojado. Con una falsa sensación de alerta. Inducida, sin duda, por la elevada concentración de adrenalina que me llenaba las venas, esparcida a borbotones ciento treinta y siete veces por segundo por el loco bombeo de un corazón confundido.
Pasados unos instantes eternos, me relajé. El pensamiento racional tomó el control y, en un alarde de valentía, aún con la sábana en la cara, tomé una determinación. Me dormiría de nuevo y, en el sueño, pasaría a ocupar, yo, la posición inferior. Estaría debajo de la cama, en medio del abismo y el temor.
Así lo hice.
Todo era igual y diferente. No estaba el techo, o, mejor dicho, estaba a una pulgada. Intenté contar las tablillas como si fuesen ovejas. Era imposible. Estaban demasiado cerca, apenas podía inclinar la cabeza y no veía los pies.
Entonces un dolor tremendo me poseyó. Se adueñó de mis manos y brazos. La piel se transformaba en una costra parecida a la madera, a la corteza. Los dedos crecían deformes, rematados por grandes uñas, como sables. Calculé que cada una mediría medio metro. Cúbito y radio se diferenciaron de tal manera que podía ver a través del hueco del antebrazo. Extremidades largas, como ramas, enredaderas reptantes por la habitación.
De mi recién estrenada realidad solo reconocía dos sensaciones. Una era dolorosa: todos los huesos se retorcían en direcciones imposibles, con rabia. La otra era sed. Una necesidad básica, elemental, de pura y simple supervivencia que me empujaba a descuartizar y reventar lo que sea que hubiese sobre la cama, y a saciarme con su sal y su vida.
Desperté sudando. La sábana seguía en la nariz. Respiré profundamente, solo un momento, lo justo para darme cuenta de que, a ambos lados, desde debajo de la cama, aparecían sendas garras, enormes, afiladas, secas.
Me atravesaron el vientre y el pecho, y rasgaron mi cuerpo con violencia.
Mientras me desangraba, pensé: «Desde el punto de vista legal, ¿esto será suicidio, accidente o muerte natural?».
Y me fui riéndome del pobre forense de guardia.