Te preguntarás: ¿qué puede situar a Filomena Surinyac en San Ferriol d’Entremón? Y harás bien en preguntarte eso, espíritu crítico y curioso que sin duda eres, mi astuto lector. Según los documentos consultados, Filomena solo estuvo dos días en el villorrio catalán, pero dejó huella en él. Y por este motivo tu fiable cronista de la historia de San Ferriol sabe que debe reportarlo.
Filomena, riquísima heredera de un prohombre de la corsetería catalana (“la familia Singuerlín, corseteros hasta el fin”), andaba buscando un enclave para edificar su castillo medievalizante cuando dio con el paraje de Entremón, del cual se encaprichó. Contrató al arquitecto Domènech i Montaner (dicen que ancestro de un autor de La Charca Literaria) y le conminó a visitar los terrenos que le había comprado al último descendiente del barón de San Ferriol, Jordiet Esconco, un provecto tratante de ratafía, rijoso y soltero.
La señora Surinyac convenció al noble Esconco con sus artes secretas: los conocimientos de alta corsetería parisina le habían abierto las puertas al oscuro mundo de la sumisión y el cuero, ante el cual el viejo noble sanferriolense se rindió encantado y se puso a los pies de la dama. En una misiva del noble catalán a Su Majestad Alfonso XIII, pormenoriza las virtudes del sadomasoquismo, que Jordiet nombra “l’artesania del nostre car marquès”. El monarca le respondió con un escueto agradecimiento y un subrepticio lamento: “Por habernos escrito en lengua vernácula mi traductor sabe de nuestras aficiones mías y eso nos fastidia, pero reconozco la lealtad de la nobleza catalana por siempre fiel a nós”.
Una vez el arquitecto Domènech llegó a San Ferriol y hubo visitado los terrenos le comunicó a Filomena que esa tierra es mala y que nada puede edificarse en ella. Jordiet Esconco apareció muerto y empalado en una estaca de boj, ataviado con unos calzones negros y una capucha de piel de toro bravo. No hubo indagaciones y el hecho se registró como suicidio accidental, ocurrido cuando el fenecido quería experimentar con ciertos placeres prohibidos de carácter cretense.
Algunos años más tarde Filomena edificó un castillo, obra del mismo arquitecto, pero en una población costera, y en este edificio (hoy propiedad de inversores rusos) se practicaron oscuros rituales de la rama esotérica y erótica de la corsetería.
La crónica esdrújula no estaría completa si no se menciona otra aventura inmobiliaria de la señora Surinyac i Singuerlín, ejecutada muy lejos de San Ferriol para desgracia del cronista: la señora compró unos terrenos abruptos en la margen izquierda del río Besós, en el municipio de Santa Coloma. Allí construyó unas lindas casitas de reposo para la burguesía barcelonesa. El negocio fue un fiasco que arruinó a la familia entera, familia que todavía intenta resarcirse en una discreta tienda del Ensanche que hoy se puede visitar (aunque les ruego que no mencionen este texto ni a su autor).
Filomena mandó edificar en el lugar hoy conocido como Barrio de Singuerlín un siniestro lupanar que pretendía ser el templo europeo del sadomasoquismo. Estaba convencida de atraer a lo más florido de la burguesía local, pero fracasó: al templo de la perversión acudieron dos extraviados franceses, amén de un músico bávaro que recaló en Barcelona camino de Venecia y un alienista austríaco. La menestralía barcelonesa no solo se horrorizó ante el desvarío libidinoso sino que contrató al obispo Balmes para practicar un exorcismo y lanzar una maldición contra el lugar obsceno. El obispo accedió a cambio de un óbolo extraordinario para las viudas de la parroquia.
El cronista que ha escrito este reporte estuvo en el barrio de la señora Singuerlín y salió de allí convencido de que la maldición episcopal fue eficaz: la miseria y el desamparo se adueñaron, para siempre, de aquellas tierras.