Una de las cosas que más me gusta hacer, además de ver películas y alguna otra que no voy a confesar aquí, es caminar por las ciudades que tengo ocasión de visitar, incluida la mía —sobre todo la mía—, y deambular al más puro estilo flâneur por callejones, plazoletas y avenidas. Como el paseante de Robert Walser, de vez en cuando yo también abandono el cuarto de los escritos o de los espíritus y bajo la escalera para salir a buen paso a la calle por si me doy de bruces con esa parte desconocida que suele anidar en todo lo conocido.
Durante uno de tantos paseos en los que pongo la mente a divagar y la cámara de fotos en modo click, llegué, casi sin darme cuenta, a la tienda Freaks de Barcelona, la catedral profana de cualquier amante del cómic y del cine, en especial de los que se pirran por los títulos más rarunos. El nombre de la tienda lo dice todo, y, cosas de la polisemia, es, a la vez, homenaje a la película de Tod Browning y guiño a la clientela que frecuenta el sitio: gente que, lejos de sentirse afrentada por el apelativo freak, lo reivindica con orgullo.
Al detenerme frente al escaparate me invadió una evocación extraña, una suerte de déjà vu que en aquel momento no acerté a identificar. Me fijé en la figura del Nosferatu de Murnau pintada sobre fondo amarillo en una puerta y, un poco más abajo, en un vinilo para coleccionistas que contenía, según rezaba la portada, “la versión auténtica” de la banda sonora de la primera Emmanuelle, la que compuso Pierre Bachelet y fue motivo de polémica por la acusación de plagio que hizo el músico Robert Fripp. Y ahí estaban Nosferatu y Emmanuelle, dos nombres propios, dos universos tan alejados entre sí, cohabitando en un mismo escaparate. Intuí que la oposición entre esas dos realidades diversas había generado una categoría de espacio y tiempo que entroncaba con algo que me atañía muy profundamente. Puede que se tratara de una de esas sincronicidades junguianas ante las que una se plantea si esto de la existencia no será, al fin y al cabo, la broma de un indolente diosecillo unamuniano que juega a las nivolas con nosotros, pobres mortales.
Pero afinemos y vayamos al meollo del asunto. La primera vez que vi Nosferatu me maravillé, como todo el mundo, al contemplar el sugestivo despliegue de elementos expresionistas. ¡Ese rostro de Max Schrek! ¡Esas manos de dedos torcidos e infinitos! ¿Y qué decir del uso dramático de la iluminación?… Me reconozco incapaz de resistirme a una estética tan decadente y que tanto me remite a los claroscuros de la pintura barroca. En fin, no aporto nada nuevo si les digo que me sorprendieron la angulación extrema de los planos, los encuadres en diagonal, el uso artificial del color y las escenas exteriores que, por recurrir de nuevo a lo pictórico, me trasladaron al paisajismo romántico de Caspar David Friedrich.
Pero si hubo algo que me atrajo hasta el punto de no poder apartar la mirada de la pantalla, fue un detalle bastante insignificante en relación con el devenir de la trama y las aportaciones estilísticas del Expresionismo: el abrigo de Nosferatu. Sí, lo confieso, mientras veía la película me quedé prendada del abrigo que vestía el siniestro conde Orlock. Me subyugaron la doble botonadura, perfectamente alineada, y las hechuras de una prenda que le sentaba como un guante al personaje. Aquel abrigo de líneas rectas era el colmo de la elegancia y contrastaba con la holgada vestimenta –tan decimonónica como poco sexy– del antagonista bueno y guapo. A Nosferatu, qué quieren que les diga, le encuentro yo su aquel. Sí, ¡no se rían! Acepto que su aspecto, a medio camino entre un roedor y un quiróptero insectívoro, puede resultar repulsivo. Tampoco les negaré que el retrato que Murnau hizo de su vampiro carecía del sex appeal que sí tenían el personaje literario original y, muy especialmente, el que encarnó en la pantalla el gran Béla Lugosi. Pero aquella prenda de corte prusiano que nuestro conde lucía con porte imponente (y que no se quitaba ni para retirarse a su ataúd) le confería una dignidad insólita en un personaje concebido para provocar aversión.
Dándole vueltas a mi afición por el detallismo fetichista (algo que, sin duda, otros considerarán nimiedad anecdótica o extravagancia, y tal vez lo sea), de pronto recordé el día que, en aquellos tiempos rancios del tardofranquismo, mis padres fueron a ver la Emmanuelle de Just Jaeckin. Mis padres, como toda su generación, venían de una época oscura en la que cualquier atisbo de erotismo en revistas, libros, obras teatrales o películas era recibido con curiosidad y regocijo. Pues bien, el único comentario, descacharrante por absurdo, que le oí a mi padre acerca de ese culmen del porno soft setentero, se refería a un intérprete masculino que, por lo visto, al menos en la escena de marras, iba vestido: “¡Qué sastre tan bueno el de ese tío! Cada vez que alargaba el brazo, la manga de la camisa salía lo justo de debajo de la chaqueta; lo justo para enseñar solo el gemelo”.
¿Tendrá que ver la genética con esta obsesión por la sinécdoque cinematográfica? ¿Dirá algo el psicoanálisis acerca de la fijación por la indumentaria y el gusto por lo fragmentario? Lo ignoro. En cualquier caso, y por ilustrar mis anécdotas con una explicación sesuda, acudo a la tesis de Siegfried Kracauer que, en su Teoría del cine (Paidós ibérica, 1989), habla del contraste entre totalidad y particularidad, y señala que son los niños quienes más se concentran en los detalles porque perciben el mundo en primeros planos.
Colijo, entonces, que la cuestión se reduce a un simple rasgo de infantilismo, pero sigo sin obtener respuestas demasiado convincentes. De lo único que estoy segura es de que la presencia de Nosferatu y Emmanuelle, juntos y revueltos en ese escaparate, obedecía a algún tipo de lógica interna aun por desbrozar.
Voy a pensar en ello durante unos días. Entretanto, si llegan ustedes a alguna conclusión, no duden en hacérmela saber.