Mediados de agosto en Madrid. Calor bochornoso, calles vacías y una cierta sensación de irrealidad. En Roma lo llaman “ferragosto”, un término muy adecuado. Paseo a primera hora de la mañana por barrios distinguidos: Argüelles, Chamberí, Salamanca… Se ven muchos chicos jóvenes barriendo las hojas caídas frente a un portal. Son los porteros suplentes de verano. Barren con poca maña, pero barren. Y barren con un gesto extraño en la cara. Parecen sorprendidos ante lo que están haciendo. En la mirada asoma un leve estupor y un poco de vergüenza. Tienen veinte años o poco más. Están estudiando todavía o acaban de terminar sus estudios. Probablemente es su primer contacto con la vida laboral, la primera vez que se encuentran cara a cara con los hechos: da igual lo preparado que estés, da igual lo que valgas, lo que hay es esto, una escoba y una acera con hojas. Ninguno tiene mala pinta. Son chicos normales, la juventud media de este país, el país que cuelga banderas en los balcones y deja que sus hijos se pudran. Y no, no hay odio en sus miradas, solo pasmo. Parece que la lucha de clases ha sido abolida y que ya solo queda tragar. Llego a casa y veo al portero suplente, veo la escoba y, un poco más arriba, la bandera colgada por un vecino. Una vez más, Madrid ha sido liberado.
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