Feliz día del padre

Azufre para las llagas


La relación actual entre padres e hijos es algo que se escapa de mi entendimiento. Y espero que no pienses que mi vida anterior, antes de ser Luca Montenegro, se parecía a un cuento de Dickens o a una telenovela turca, porque nada más lejos de la realidad. Viví en una familia acomodada, mi madre era una estupenda cocinera y una fantástica traductora de textos antiguos. Mi padre era matemático y director de proyectos de una gran empresa. Su disciplina consistía en que yo comprendiera cuán importante eran los estudios para alcanzar todo aquello que me propusiera y en darme la libertad necesaria para poder probar, tropezar y levantarme, sin necesidad de muletas. Nunca fui a un partido de fútbol con mi padre; nunca hablamos de chicas; no jugó conmigo en el parque ni me ayudó a estudiar los exámenes; no me enseñó a conducir, ni siquiera me compró mi primer coche. Y nada de eso fue excusa para faltarle el respeto o para acusarle a él, años después, por los problemas emocionales que fueron surgiendo en mi vida. Nunca he tenido ansiedad ni he necesitado vomitarle mis mierdas a un psicoanalista para que este se comprara un apartamento en la playa con mis traumas infantiles. Lo cual me lleva a presentarte al niñato que tuve la desgracia de conocer en Alemania hace unos meses.

Se llamaba Heiner. Veintitrés años, piel lechosa, ojos caídos, cuerpo enclenque y un comportamiento sádico que le hacía disfrutar torturando a los encargos que recibía de la organización. Aún no sé cómo llegó a entrar. El día que me reuní con él, intentó convencerme de que él era así porque su padre no le había dedicado el tiempo necesario cuando era pequeño.

—Ese cabrón se pasaba todo el día trabajando. Jamás les dio importancia a las notas de mi profesora hablando de mis peleas escolares. Me daba todo el dinero que le pedía sin preguntar a qué iba dirigido. Le importaba una mierda con quién estuviera en mi cama, siempre y cuando no entrara en su habitación. ¿Entiendes por lo que tuve que pasar?

Yo lo miraba en silencio, con mi dry Martini en la mano y las ganas de acabar con él en la garganta.

—Una verdadera tortura.

—Lo que intento decirte, colega —me tocó el brazo y creo que mi cara no fue lo suficientemente expresiva. Ese chico no sabía el huracán que se estaba formando en mi interior—, es que, si hago lo que hago hoy, es por su culpa. Nadie me puso nunca límites, ¿por qué voy a aceptar ahora que me los impongan?

—Digamos que lo de despellejar a tu último encargo y dejarle el paquete, con un lazo rosa, al cliente en la puerta de su casa, no fue demasiado sutil.

—La nota decía que el cliente quería un castigo ejemplarizante para el encargo, por no pagar a los rusos. Solo hice mi trabajo.

Le dio una calada al porro que llevaba entre los dedos y colocó los pies encima de la mesita de madera. Respiré profundo y le bajé las piernas.

—Tu trabajo era darle una paliza a la víctima y dejarlo vivo en su casa. El cliente ha puesto una demanda a la organización por el dinero que ya no va a poder recuperar.

—Te aseguro que ese tipo tiene más dinero que pesa. Y más putas de las que yo podré pagar en toda mi vida. ¡No me jodas! Por cierto, no está mal esta choza. Tú también tienes pasta, ¿eh?

Volvió a colocar los pies encima de la mesita y pasó sus brazos por el sofá. La ceniza del porro manchó el respaldo. A pesar de que aquella no era mi casa, sino una localización provisional que había reservado en Viena, apreté los dientes y conté hasta cinco antes de hablar.

—No está mal. Heiner tienes otro encargo.

—¡De puta madre! Sabía que los viejos no me defraudarían.

Di otro trago a mi copa y la dejé sobre la madera. Me levanté y lo rodeé. Abrí el cajón del mueble que tenía a su espalda y saqué la aguja con el líquido paralizante.

—¿Sabes qué día es hoy?

—Miércoles o jueves. Ni puta idea, la verdad.

Resoplé y contuve las ganas de aplastarle la cabeza contra el suelo.

—Diecinueve de marzo. —Me puse detrás de él y de un rápido movimiento le cogí la cabeza y le clavé la aguja—. A tu padre no le ha gustado su regalo.

Fue una lástima perderme su cara de sorpresa, pero muy gratificante envolverle en plástico y arrojarlo al Danubio. El cliente había sido claro en las instrucciones: «La mejor educación para un hijo es hacerle entender cuándo se ha pasado de la raya. Y, cuando no lo entienda, cortar por lo sano». Por una vez estuve de acuerdo con el padre de Heiner.

Consejo número cuatro: La culpa de tus acciones nunca proviene de la educación que recibiste de tus padres, sino de cómo utilizaste la jugada de cartas que la vida te entregó. No olvides hacer un buen regalo a tu padre.